Ultrajados de nieves y lodos

Clemencia, rogamos cuando transcurrimos bajo la tempestad por los espacios desabrigados que median entre amparos, parapetos escasos y a menudo frágiles, la estación aquí es apenas una tejavana. Sopla el viento planetario de febrero aullador y me doy cuenta de que la chica del banco no lleva calcetines, veo los tobillos desnudos entre el dobladillo del pantalón y las zapatillas de deporte que son también muy delgadas para estos días de temporal desatado, dolor y odio desamarrados, clemencia. Los soldados que el emperador Bayaceto envió a Rusia, atrapados en medio de una atroz tormenta de nieve, destriparon a sus caballos para meterse dentro y obtener el calor de sus vientres, cuenta Montaigne (I, XLVIII), quien se demora en la descripción de costumbres bélicas, de las ventajas e inconvenientes de las armas antiguas para la guerra antigua de los cuerpos. La poderosa falárica, capaz de ensartar dos escudos, dos hombres y coserlos, ocasionaba, sin embargo, una molestia general a los atacantes al quedar el campo de batalla cubierto de lanzas ardientes.

Tengo un cajón lleno de medias y calcetines, tengo más de veinte pares de medias y calcetines, si hay una guerra de veinte días y el agua deja de llegar corriente a nuestros refugios, podré llevar medias limpias cada día de la guerra de veinte días. Sin embargo allí está ella, que no es una vagabunda pero enseña los pies azules de frío, ¡cómo os ven y no os cubren,/ Dios mío!, exclamaba Gabriela Mistral en el libro de lecturas de la escuela. El mismo libro en el que el pobre y mísero sabio de Calderón se alimentaba de unas hierbas, o altramuces, supe después por Patronio, qué son los altramuces. ¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo? Y por qué el segundo hombre no recoge sus propias hierbas, extraños ancianos en asombrosas situaciones, y el significado permanecía oscuro. Leímos también la reconfortante historia de la lechuza que robaba el aceite del velón de Santa María, la Virgen abogada de la lechuza ladrona riñendo a San Cristobalón, clemencia. En la terrible situación del niño de los pies azules había un reclamo constante de sufrimiento extrañamente placentero. ¡Piececitos heridos / por los guijarros todos, / ultrajados de nieves / y lodos! Arcos, saetas, lanzas, jabalinas, dónde están su madre y su abuela y su tía Juli para que le den unos zapatillazos por escaparse a la calle descalzo y después le pongan los calcetines. Sueltas las bridas, los caballos desatados, ruge el viento inclemente, un loco furioso, un hijo de puta inconsolable que solo piensa en sí mismo. Desnudos pies, «Sed, puesto que marcháis/ por los caminos rectos,/ heroicos como sois/ perfectos».

Mi amigo Joseph

Edward Hopper (1942), Nighthawks (Art Institute of Chicago)

Mi amigo José no se llama Joseph, como la ciudad ubicada en el condado de Wallowa en el estado estadounidense de Oregón, no se llama ni una cosa ni la otra y me pregunto asimismo si es correcto o debido que yo le diga amigo, si nos une acaso el «afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato», que es la amistad lexicográfica en su primera acepción. En cuanto a orientarme al margen del diccionario, por mis impresiones y juicio, basta que recuerde que tengo carné de conducir desde hace diecisiete años y no he conducido nunca, para que me sobresalte e incluso indigne que gobiernos sucesivos hayan consentido que yo conserve un permiso tal en la cartera.

Joseph y yo nos vemos en un bar, bebemos coca cola y hablamos de trabajo. Yo no le llamaría trabajo, he aquí de nuevo un exceso, desproporción y licencia; secar vasos, vender jarabe, dibujar planos, encalar, encofrar o apendicectomizar son trabajo de verdad, lo que Joseph y yo hacemos es entretenernos, rebuscar, divagar y beber coca cola ocupando una mesa frente al ventanal y la puerta. Él abre su ordenador, hay que mirar algunas cosas, por ejemplo, Madoz, que ha llegado de muy lejos y me trae ganas de estornudar, el magnífico nombre y familiar de Pascual Madoz está definitivamente pegado a tardes fragantes de emanaciones de compuestos orgánicos volatilizados por la degradación de la lignina de la celulosa de los libros viejos de aquel cuartito cerrado con llave que se llamaba fondo antiguo. Encontramos todo Madoz en la pantalla, lo hojeamos con los ojos en fotografías parduzcas de hojas inodoras, buscamos más y hallamos, nos sorprendemos, nos empujamos un poco y también reímos, nada personal. No hay nada personal, le comento a mi persona en cuanto se me sale la persona; qué hay de lo mío, dice siempre mi persona más personal, portadora asimismo de un permiso de conducir del que, si en el mundo hubiera discernimiento, justicia, gobernación y gobernanza, debería ser inmediatamente desposeída.

De La señora Dalloway, que llevo estos días en la cartera, se filtra la escena en la que Rezia y Septimus, los Warren Smith, están sentados en un banco de los jardines de Kensington, «Soy muy desgraciada», piensa Rezia, que lo es sin lugar a dudas. Septimus es un excombatiente terriblemente enfermo; ella, una italiana que se muere de tristeza en Londres, asida al naufragio de la mente de su marido. Cuando Peter Walsh cruza por el parque ve al mirarles una pareja de enamorados discutiendo, amantes que riñen bajo un árbol, la vida familiar en los parques de Londres, piensa complacido por tanta armonía, observa el lector subido a la barraca vertiginosa del punto de vista cambiante. A una de estas le cuento a Joseph una noticia que había leído el día anterior en El Correo: la nieta de Zarra, el jugador del Atleti, vive en Triana y es bailaora de flamenco. Que la técnica la puede aprender todo el mundo, pero para el arte hace falta raza, explica Adriana Bilbao Zarraonaindía, que está en Bilbao con un espectáculo y se ha traído a los gitanos, su luna de pergamino Preciosa tocando viene. La noticia más bonita del mes, no sé qué pensó Joseph, él no lo dijo, yo no pregunté, solo tenemos unas pocas cocacolas de amistad y algo de trabajo inodoro, no sé si nuestro afecto personal, puro y desinteresado, se fortalecerá con el trato, posiblemente es vital que mi persona no conduzca nunca, en ningún supuesto.

De adventu veris

Febrero, mimosas en Cazenave

Es que caminaba apresurada y cabizbaja, fija la vista en el suelo que se desliza bajo las gasas del polvo, voy censando cuentas de granizo, escrutando los excrementos de los insectos, rastreando puntas de alfiler. La luna no está hecha de un polvo diferente, ella nació de un ovillo de polvo como el que reposa debajo de las camas y de los armarios grandes, esa penumbra en la que pace un rebaño sedoso de rulos de polvo, y sueñan los corderos del polvo con flotar libres en la noche de la galaxia. Altas concentraciones de polvo interestelar producen nebulosas difusas y otras que llevan la denominación precisa de nebulosas de reflexión, lo he leído, no me lo he inventado yo, que caminaba más nebulosa que reflexiva, escudriñando algunas partículas pero distraída, cuando me he cruzado con él. El mirlo salía del cantero de hierba, lo he reconocido, me he parado en seco, he soltado la maleta, le he saludado. Y tú, cómo saludas a los tordos, requiere mi amiga porque se lo cuento. No era un tordo, era un mirlo, a veces me cuesta hacerme respetar; pues les digo, «holaa, guapoo». Ha atravesado la calle y se ha dirigido a su seto pero no se ha escondido, el mirlo no se asusta, es un sujeto más bien camorrista, he oído decir, aunque yo solo le he visto asomar confiado al sol de febrero, con sus mejores azabaches y su pico de miel, a componer una morada, a buscar una mirla tan guapa como él.
Ayer vi las llamas en los ribazos de Cazenave, ay, que se queman los ribazos del río de Cazenave con fuegos amarillos, me dije al levantar los ojos de la investigación del suelo cuando iba a casa de mi madre, es que han salido las flores de las mimosas entre las robinias o falsas acacias y las zarzas. Esas plantas están en la tierra desde antes de que la riada lo arrasara todo, creo que son las únicas plantas que quedan de los tiempos en que Unamuno era un chaval que paseaba por la vega, lo sé porque lo escribió en Recuerdos de niñez y de mocedad, y yo lo leí. Cogiste las flores, me ha preguntado hoy José; cómo las voy a coger, estaban en el cielo, José. Por la tarde había un paño de niebla al fondo de la calle, en medio de la montaña, al fondo de la calle, en la ciudad. Un velo, me has dicho; leche, maicena, sábanas espesas, un paño de niebla tibia.
Ahora, esta noche el vendaval y los aguaceros están acabando con las fantasías siderales del polvo de las aceras, pero yo he leído los signos y he leído a Pentadio (fl. c. 290), el desconocido, el recóndito, el inesperado, corren los dísticos de Pentadio en corros de regocijo. Gracias, Pentadio, por la primavera, por las derramadas gracias.

La llegada de la primavera

Huye el invierno, lo noto; al soplo de los céfiros templa ya
el Euro la tierra con sus lluvias: huye el invierno, lo noto.
Brotan de nuevo todos los campos, siente la tierra en sus entrañas el calor
y con las nuevas semillas brotan de nuevo todos los campos.
Crece el verde alegre, se viste el árbol de hojas;
en los valles soleados crece el verde alegre.
Llora ya Filomela con sus cantos, la impía madre; a Itis
ofrecido como festín en la mesa llora ya Filomela.
El agua tumultuosa cae en el monte por rocas lisas
y desde lejos se oye el agua tumultuosa en el monte.
De flores innumerables pinta los campos el soplo del Eolo
y los valles exhalan el olor de sus flores innumerables.
En las rocas cortadas suena Eco a los mugidos de los rebaños
y su voz, devuelta por las montañas, suena en las rocas cortadas.
Las nuevas viñas trepan, injertadas, por los olmos próximos,
unidas en la fronda trepan las nuevas viñas.
Las tejas conocidas recubre ya la golondrina que no cesa de trisar;
mientras reconstruye el nido, recubre tejas conocidas.
Bajo el verde plátano se disfruta un sueño grato a la sombra
y se tejen guirnaldas bajo el verde plátano.
Este es el momento, según la dulce costumbre, de que volváis, hilos, al huso;
entre abrazos, este es el momento, según la dulce costumbre.
Antología de la poesía latina (Madrid: Alianza, [1981], 2010), traducción de Antonio Alvar.

Notas sobre la lengua de los babilonios

Un edicto plastificado en la puerta de la fábrica instruye acerca de que «este área» está libre de humos, firmado por el director, gerente o como se diga de la fábrica, un sitio en el que, como dijo otro director, gerente o como se diga, el más tonto es licenciado. Qué importancia tiene una letra, hay que estar muy estreñido para irritarse por algo tan leve, hay que ser muy superficial para fijarse en formalidades tan hueras e insignificantes, acuciados como vivimos por males muy graves. El médico Filótimo, a uno que le mostraba el dedo para que se lo curase, y a quien reconoció en el rostro y por el aliento una úlcera pulmonar, le aconsejó: «Amigo mío, ahora no es el momento de arreglarte las uñas» (Montaigne, Los ensayos, III, IX, p. 1410). Leo un texto sobre textos en el que se corrigen textos y se subraya no es entorno sino «en torno», bien hecho, pero pasa de largo en hilación por ilación, que habla de argumentos, ¡ahí, a la derecha!, grito a la autora desde el patio; la autora no me oye y, seguidamente, se lanza a explicar que «algunos temas son más proclives que otros para desarrollar ciertos tipos de secuencias textuales». Aunque lo está significando, ella no desea afirmar que esos tipos de secuencias textuales emiten sombras de maldad, no, solo pretende apuntar que tales asuntos propician ciertos tratamientos. ¿Una uña rota?, ¿ha reventando un bronquiolo? Un rato más tarde, estoy escuchando al locutor y presentador de un programa que se anuncia como magacín cultural: «Dos Luises, qué curioso, está lleno de paradojas hoy el programa». Él quería decir casualidades, un resbalón lo tiene cualquiera, comento con la mente a mis hermanos en la audición, pero quedo secretamente preocupada, ¿se habrá dado cuenta el licenciado locutor y por ello multiplicador? Las llamémosles divergencias ortográficas e incluso las digamos variaciones gramaticales como son visibles están señalizadas, incomodan e incluso también hieren su poco, es verdad, pero no matan. Lo que sí mata y destripa y envenena es la secreta e incalculable ponzoña de la desatención a la semántica. A qué viene esta triste imitación del gran Lázaro, me preguntaba yo esta mañana, viéndome apilar el horrendo tesorito de infortunios lingüísticos, mirándome rebuscar clavos grisácea y cabizbaja, un clavo, dos clavos, tres clavitos, un clavito clavó Pablito. Contaba Lázaro en un dardo que Sarmiento, fray Martín, infería que el castigo de Babel consistió en que «si alguien, pongamos el capataz de la célebre Torre ordenaba a un peón que puliese un pedrusco, el pobre esclavo se quitaba una sandalia; y si este pedía el botijo al vecino de andamio, recibía una soga de esparto» (El nuevo dardo en la palabra, Madrid: Santillana, 2004, pp. 102-103). Que así mismo se derrumbó la máquina de la soberbia que pretendía alcanzar el Cielo, que el Cielo la podía haber tumbado de un soplido, pero prefirió una carcoma más perezosa. Sin embargo, según Lázaro, fray Martín exageraba porque el desmoronamiento del monolingüismo que el Paraíso había legado al mundo no llegó a fraguar en una multiplicidad tal que tocáramos a una lengua por barba de babilonio. Por qué no hablamos todos la misma lengua, solía lamentar inocentemente mi madre. Madre, no penes ni plañas, esa desgracia ha quedado ampliamente compensada por la gozosa ventura de los nacionalismos.

Les copains, d’abord

Jean Louis Théodore Géricault, Le radeau de la Méduse (1818-1819). Museo del Louvre

Cuando tarareaba a Brassens no conocía la terrible historia del naufragio de la fragata La Medusa, en julio de 1816 en la costa de Senegal. Solo quince de los más de ciento cuarenta pasajeros que habían logrado aferrarse a la balsa sobrevivieron al hambre, la locura y el canibalismo. «Non, ce n’était pas le radeau de la Méduse, ce bateau», canta Brassens a su barco de colegas, les copains d’abord, la mar está bella, es como dicen los pescadores por aquí, navegamos «en père peinard sur la grande marée des canards».
Mi libro del Louvre cuenta que Géricault se documentó profundamente para recrear cierto momento en que la tripulación divisó un navío que se negó a rescatarlos. Explica mi libro que Géricault se puso a estudiar anatomía en los depósitos de cadáveres, pero los cuerpos del cuadro tienen mucho de esculturas clásicas, e incluso la composición piramidal en la que esos cuerpos participan es regularmente academicista.
Según Brassens, los amigos del barco llamado Les Copains no eran «des amis de lux(e)», como Cástor y Pólux», tampoco eran la clase de amigos que Montaigne y La Boétie hubieran escogido: «sur le ventre ils se tapaient fort, les copains d’abord», subraya. Pero la jocunda ordinariez de les copains es igualmente idealizante, en el examen de cuerpos reales asoman inesperadas las fantásticas líneas de las proporciones ideales. El editor de los Ensayos, J. Bayod Brau, al hilo de la evocación que Montaigne hace de su amigo Etiénne de La Boétie («La amistad», I, XXVII) , escribe una nota en la que, para encarecer el profundo entendimiento que hubo entre ambos, cita un pasaje eliminado después de 1588, muy significativo a propósito del origen de Los Ensayos: «Solo él gozaba de mi verdadera imagen y se la llevó consigo. Por eso me descifro yo mismo con tanto cuidado». Es una reflexión penetrante sobre la potencia y virtud de la pérdida en el origen de la escritura, una interesante combinación de estudio de cadáveres y estatua del taller de la Academia.
Dice mi libro del Louvre que Delacroix declaró «que la impresión que le produjo el cuadro de La balsa fue tan importante que tuvo que salir corriendo por el impacto recibido». Que será broma de cantautor, porque Delacroix se pasó la vida pintando matanzas enormes en cuadros gigantescos, me acuerdo de cuando estuve en el Louvre con estas piernas que han de yacer en un depósito de cadáveres. Creo que cuando estuve en el Louvre lo que más me gustó ver fue El escriba sentado, un funcionario desnudo algo rígido, solo lleva un pañal y un papiro y mira con mucha intensidad, ha perdido el cálamo.

Madrugaba el conde Olinos (Olinos en Burceña)

Aurelio Arteta Errasti, El puente de Burceña (1925-1930) Museo de Bellas Artes de Bilbao

Fui al Museo y pasé por lo de Botero, volumétrico, volumetría, repetían pintor y periodista en una entrevista que dio con motivo de esta exposición, repetir, repetir, repetir, eso que llamamos estilo cuando nos gusta. Miré un rato los ojillos abatidos de los penados y desolados, encadenados a sus cuerpos esféricos, ahogándose de satisfacción. Fui a ver la Obra Invitada, que es un tríptico de Aurelio Arteta sobre la guerra (1937): El frente, El éxodo, La retaguardia. Y también subí a comprobar si El puente de Burceña sigue ahí. Por qué nos gusta un cuadro se parece a por qué nos gusta cualquier otra cosa, una pregunta muy fácil. Cuál es la palabra más bonita del idioma, nuestra palabra favorita, por qué nos gustan los cuadros: porque suenan bien, una respuesta asombrosa, el efecto es el reverso de la causa. El puente de Burceña me gusta porque los bultos resuenan y todos mis armónicos despiertan, no he estado en Burceña, nunca saldré de Burceña, las frecuencias de Burceña multiplican la fundamental. Es fundamental el río y el puente parece sólido, solo vemos la espalda del espectador, ocioso, absorto, suspendido, no es fácil cruzar un puente.

Unas navidades de hace ocho o nueve años estábamos en casa de mi madre e iban a inaugurar el puente nuevo, casi allí mismo, lo veíamos todo desde la ventana, y mi hijo de siete u ocho años escribía una redacción para la escuela que había titulado El puente nuevo, una crónica, me dije. Sin embargo, El puente nuevo describía morosamente el proceso de edificación de castillos con cartas y cómo provocar explosiones en ellos: se ponen de dos en dos por sus bordes juntas y contiguas hasta formar bases de ocho o diez y encima algunas cartas tumbadas sobre las que repetimos hasta hacer varios pisos, tiene que ser con mucho cuidado, para que cuando ya está todo construido puedas destrozarlo, y es como si tiraras una bomba. Una página después, el cronista concluía: «ahora se oyen unas flautas y tambores y mi abuela dice que ha venido el alcalde porque van a inaugurar el puente». La redacción del niño empezaba y terminaba con «el puente», una epanadiplosis como un puente enarcando otra cosa, otra cosa que corre y atraviesa como agua de río.

Creo que lo que contempla o cavila el hombre acodado en el puente cubista de Burceña es solo otra cosa y, entre las orillas sucias, es menos importante el espectador que el jinete, no se ve bien al jinete, la barandilla del puente le oculta la cara. Siempre siento alivio al regresar y hallar aún al caballo abrevando en el río envenenado, al oír aún al jinete que, en el rombo de acero, mientras su caballo bebe canta un hermoso cantar: «las aves que iban volando/ se paraban a escuchar;/ caminante que camina/ detiene su caminar;/ navegante que navega/ la nave vuelve hacia allá».

Filiflama

Samuel Gili Gaya, Discurso de ingreso en la RAE

Don Samuel en el salón, bajo las vidrieras que representan a la Poesía y a la Elocuencia, junto a los retratos de Felipe V y de Cervantes, el día 21 de mayo de 1961. Tiene sesenta y nueve años cumplidos y abre su discurso de ingreso en la Real Academia con un verso de Salinas: «¡qué mío es lo que voy a hacer!», porque «lo que vamos a hacer nos pertenece por entero, y nos atrae con el brillo de sus horizontes sin límites».
Este que milagrosamente ha llegado a mis manos es un precioso texto de algo más de veinte páginas, algo más de una hora de plática filológica, penetrante y amena, que el fecundo Gili Gaya tituló «Imitación y creación en el habla infantil». Porque la infancia, además de imitadora, es creadora del idioma, todos los hablantes lo somos en una u otra medida, nunca son las mismas las aguas de la conversación en que nos bañamos, ni hay dos experiencias iguales ni las palabras que ajustamos a las vivencias son idénticas, algo así dice, y que cada acto de enunciación es singular e irrepetible. No, no creamos de la nada: «Cuando un niño emplea dos, tres, o más adverbios mostrativos en oposición consciente de significados, ordena el caos de sus representaciones espaciales y las sitúa en su microcosmos mental. Convertir el Caos en Cosmos en la segunda parte de la creación Divina y la única creación en que a la pequeñez humana le es dado participar», poetai, dice que dicen los griegos, que vale ‘hacedores’ o ‘creadores’.
Observa Gili que el lenguaje infantil es egocéntrico, que los niños pequeños hablan a menudo para sí mismos, comentando sus acciones, o a otros a los que, en realidad, no escuchan y a cuyas respuestas no atienden, en una suerte de monólogo colectivo, así lo llamó Piaget, recuerda el académico y gramático, crítico literario, fonetista y lexicógrafo. Solo más tarde, en la edad de la razón, la mente del niño, sale «a la intemperie de su comunidad lingúística».
Un sistema autosuficiente y dotado de coherencia interna, dice Gili que es el sistema expresivo infantil. Cuánto significa un porqué, es decir, un ¿por qué? infantil, que es dónde, cuál, cómo y cuándo, la interrogación indiferenciada y esencial, inconsciente en realidad de la causa lógica adulta. Pongamos poeta donde él dice niño, pongamos incluso hablante, de ser cierto que la especie se distingue por la neotenia, o persistencia de caracteres larvarios y juveniles después de haberse alcanzado el estado adulto, la inmadurez adaptativa. «¡Qué mío es lo que voy a hacer!», sueña el niño. «Filiflama alabe cundre/ ala olalúnea alífera/ alveola jitanjáfora/ liris salumba salífera», comenta jubiloso Mariano Brull.
Gili cuenta una anécdota, chiste o facecia moral, cambiemos niño por poeta, sustituyamos al niño por el hablante intemporal:
Un padre y un hijo se detienen ante un cuadro que representa un circo romano donde los cristianos son despedazados por las fieras. El padre se pone a glosar el heroísmo de los mártires y a medida que hablaba, nota al niño como afligido con el espectáculo bárbaro: Te pones triste, ¿verdad?, pregunta. Sí, mira ese pobre tigre no tiene cristiano, responde el hablante.
«El diablo liebre,/ fiebre,/ notiebre,/ sepilitiebre,/ y su comitiva,/ chiva,/ estiva,/ silipitriva,/ cala,/ empala,/ desala,/ traspala,/ apuñala/ con su lavativa», reconoce Alberti.

Perla y perla cristalina, supongo

Rubén

Cuando empecé a ver sinfonier impreso en la publicidad que las mueblerías meten en los buzones me sobresalté y me irrité. Creo que de no estar en el presente de la mutación, si solo estuviera espiando a través de la mirilla de unos siglos me habría hecho gracia y agradado: mira mi lengua, qué salada se desquita del préstamo con la etimología popular, con qué frescura trueca en sinfonía esos trapillos o chifones que no le dicen rien. Había un trinchante, que no era mesa sino cómoda, no chifonier ni bargueño sino aparador, un mueble muy grande y oscuro que vigilaba el comedor grande y oscuro de mi infancia. Jamás utilicé esa palabra porque la creía una invención estrictamente familiar y temía asustar a las otras niñas en cuyos comedores no había fantasmas y trinchante, y cuyas abuelas no vestían largas faldas negras con moños de ceniza, sino permanentes de espuma teñida de violeta. Ignoraba entonces que el trinchante había llegado alguna vez de Francia, trayendo con las sombras una parte del no resuelto problema de las conexiones entre tranzar, trincar, trinchar, tronchar y truncar, orillas tan próximas no alcanzan a abrazarse, no hay vado ni barquilla.
En la Francia del trinchante y los chiffons Montaigne confiesa su particular inclinación por la poesía: «Porque, lo decía Cleantes, así como la voz, constreñida en el estrecho canal de una trompeta, surge más aguda y más fuerte, me parece también que el sentido, oprimido por los cadenciosos metros de la poesía, se alza con mucha mayor brusquedad y me golpea con una sacudida más viva» («La formación de los hijos», I, XXV).
A menudo la comparación de la poesía con la música suele establecer que la poesía es música, como si supiéramos bien qué es la música e incluso qué es y qué no la poesía. En un capítulo de los Simpsons, Milhouse, que acaba de interpretar una canción para Lisa, explica su arte a otra niña que le aplaude extasiada: Oh, gracias, lo hecho con un diccionario de rimas; bueno, esos diccionarios solo ofrecen posibilidades. La tarea del poeta es decir «esta, supongo». Esa incertidumbre y la poesía y la música, obscurum per obscurius, es más fácil acercar trinchar a truncar, asúmelo, Melpómene, y si no será al revés, que es la música a menudo poesía. En primero me sentaba casi siempre con Irini, una chica turca de origen griego que hablaba un español muy bueno y también pródigo en traspiés hilarantes; decía, por ejemplo, Rubén Diario, y yo me moría de risa. No me gustaba nada Rubén entonces, me digo escandalizada ahora que me encuentro en este lugar al que inexplicablemente certera la flecha disparada sin saber adónde desde allí llega, guijarro o perla, la verdad vuelca su urna:

Ama tu ritmo y ritma tus acciones
bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos
y tu alma una fuente de canciones.

La celeste unidad que presupones
hará brotar en ti mundos diversos,
y al resonar tus números dispersos
pitagoriza en tus constelaciones.

Escucha la retórica divina
del pájaro del aire y la nocturna
irradiación geométrica adivina;
mata la indiferencia taciturna
y engarza perla y perla cristalina
en donde la verdad vuelca su urna.

Lucrecio en la tormenta

Ayer Marije contó que su hermano se ha traído de un viaje una grabación de la Filarmónica de Berlín en la que se oyen las explosiones del bombardeo que destrozaba la ciudad mientras la orquesta interpretaba y el público llenaba el teatro, episodios de la guerra entre civilización y Pánico, notas para los triunfos de Música sobre el repicar de cascos de las pezuñas de la cabra. En la ciudad confusa de mis baldas, un tercer Lucrecio bilingüe, la edición de Eduard Valentí Fiol (De la naturaleza, Barcelona: Bosch, 1984), aguardaba olvidado, pero los libros saben esperar. En la tormenta de las llamas, en los rescoldos de las brasas, en los calcinados huesos, vulnere caeco, mi, tu, su, nuestro Lucrecio.

Según Valentí Fiol, el informe más completo de la vida de Lucrecio es una breve noticia tomada probablemente de Suetonio, que conocemos porque San Jerónimo la intercaló en el Chronicon de Eusebio en 94 a. de C., el año del nacimiento de Lucrecio:

lucretius poeta nascitur, qui postea amatorio poculo in furorem versus cum aliquot libros per interualla insaniae conscripsisset, quos postea Cicero emendauit, propria se manu interfecit anno aetatis XLIIII.

Tenía pues 43 años cuando se suicidó, y si la nota es cierta. Porque no creemos ya en los filtros amorosos, pero el traductor admite qué fácil es a partir de su escritura contemplar el espíritu emocionalmente desequilibrado del poeta, obsesionado, mal ajustado con su mundo, «un neurasténico», dice Valentí Fiol. Dice que nuestro Lucrecio Caro se muestra como un hombre violento en sus emociones y creencias, de una vehemencia que choca extrañamente con la dulzura y serenidad del credo epicúreo. Que su suicidio debe contemplarse como un trágico ejemplo de aquel odio a la vida que, el propio poeta había advertido, nace del temor a perderla:

… mortis formidine, uitae / percipit humanos odium lucisque uidendae, / ut sibi conciscant maerenti pectore letum / obliti fontem curarum hunc esse timorem (III, 79-82).

Pongo la traducción del fragmento de la Antología de la poesía latina (Madrid: Alianza, [1981], 2010), que corresponde a Luis Alberto de Cuenca, porque me gusta más, más también que la del Abate Marchena, y que el antólogo titula La herida oculta:

Al poseerse, los amantes dudan.
No saben ordenar sus deseos.
Se estrechan con violencia,
se hacen sufrir, se muerden
con los dientes los labios,
se martirizan con caricias y besos.
Y ello porque no es puro su placer,
porque secretos aguijones los impulsan
a herir al ser amado, a destruir
la causa de su dolorosa pasión.
Y es que el amor espera siempre
que el mismo objeto que encendió la llama
que lo devora, sea capaz de sofocarla.
Pero no es así. No. Cuanto más poseemos,
más arde nuestro pecho y más se consume.
Los alimentos sólidos, las bebidas
que nos permiten seguir vivos,
ocupan sitios fijos en nuestro cuerpo
una vez ingeridos, y así es fácil
apagar el deseo de beber y comer.
Pero de un bello rostro, de una piel suave,
nada se deposita en nuestro cuerpo, nada
llega a entrar en nosotros salvo imágenes,
impalpables y vanos simulacros,
miserable esperanza que muy pronto se desvanece.
Semejantes al hombre que, en sueños,
quiere apagar su sed y no encentra
agua para extinguirla, y persigue
simulacros de manantiales y se fatiga
en vano y permanece sediento y sufre
viendo que el río que parece estar
a su alcance huye y huye más lejos,
así son los amantes juguete en el amor
de los simulacros de Venus.
No basta la visión del cuerpo deseado
para satisfacerlos, ni siquiera la posesión,
de esas graciosas formas sobre las que discurren,
vagabundas y erráticas, sus caricias.
Al fin, cuando, los miembros pegados,
saborean la flor de su placer,
piensan que su pasión será colmada,
y estrechan codiciosamente el cuerpo
de su amante, mezclando aliento y saliva,
con los dientes contra su boca, con los ojos
inundando sus ojos, y se abrazan
una y mil veces hasta hacerse daño.
Pero todo es inútil, vano esfuerzo,
porque no pueden robar nada de ese cuerpo
que abrazan, ni penetrarse y confundirse
enteramente cuerpo con cuerpo,
que es lo único que verdaderamente desean:
tanta pasión inútil ponen en adherirse
a los lazos de Venus, mientras sus miembros
parecen confundirse, rendidos por el placer.
Y después, cuando ya el deseo, condensado
en sus venas, ha desaparecido, su fuego
interrumpe su llama por un instante,
y luego vuelve un nuevo acceso de furor
y renace la hoguera con más vigor que antes.
Y es que ellos mismos saben que no saben
lo que desean y, al mismo tiempo, buscan
cómo saciar ese deseo que los consume,
sin que puedan hallar remedio para su enfermedad mortal:
hasta tal punto ignoran dónde se oculta
la secreta herida que los abrasa*.

*He puesto abrasa, cambiando un que los corroe con el que terminan los dos últimos versos que traducen el único latino «usque adeo incerti tabescunt uolnere caeco». Corroer no me gusta y el fragmento no debe acabar con este verbo inadecuado, cuya acepción física se aplica a los metales, lo cual queda necesariamente connotado en los sentidos figurados del colocativo, tal y como mi sentir de hablante me advertía con aulliditos de descontento y algunas averiguaciones en Redes (Bosque, SM, 2005) y CREA (rae.es) han confirmado. Estimo que la del metal es aquí una sugerencia indeseable y apuesto por el sencillo abrasar, que desciende del fuego de la estrofa anterior y es lo único que conviene a la úlcera franca a la par que insondable.

En la égloga primera

En la primera égloga Salicio deja planteado el problema de la primavera en los siguientes términos: «por ti la verde hierba, el fresco viento,/ el blanco lirio y colorada rosa/y dulce primavera deseaba». La manifiesta complacencia de Salicio en el epíteto parece sumirle en lo consabido y redundante, pero no veamos solo dudoso ornato en los adjetivos obstinadamente adjuntos, feos paños de ganchillo del lenguaje lírico, porque el hueco que los aloja, la sombra izquierda del nombre, es un fanal de subjetividad, el peldaño desde el que el enunciador avanza su pecho, levanta y agita los dedos congelados, «mis ojos», irrumpe y plañe Salicio a la izquierda de esos nombres. Y que querría pertenecer a la comunidad lingüística de los afortunados por la percepción de la frescura inherente del viento y consustancial, pero que se ve excluido. Salicio, malherido e inocente y atropellado en sus derechos de súplica pero no mudo, dice su queja «como si no estuviera de allí ausente/ la que de su dolor culpa tenía». Galatea, mármol y nieve, ni siquiera se encuentra en la pradera del escenario, ni está ni probablemente ha estado, Galatea es, pues, lo que Lucrecio conceptúa como simulacro, es decir, un fantasma: También los perros de los cazadores se agitan en el sueño y persiguen simulacros vanos de ciervos que huyen, «hasta que en sí volviendo, el error dejan» (traducción de don José Marchena, Abate Marchena, accesible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, edición digital basada en la edición de Madrid, Librería de Hernando y Compañía, 1918). Contra la devastación del mal del amor lo mejor es no contraerlo, avisa Lucrecio como Ovidio después, e incluye en sus versos de miel el ajenjo de la advertencia y una demorada reflexión que me ha cautivado.¿Puede haber más belleza en el decir del dolor del roto corazón?, acunaba yo ayer mi Austral gris, número sesenta y tres, Obras, en la cartera, en el bolsillo, en la cama y en la mesa. ¿Se puede ser más mentecato?, me pregunto hoy mientras reviso el problema de la primavera, ¿más hostil, ridículo e infamante?, como diría Analía de David, el portero mayor, que la corteja, pero tú qué te has creído, Salicio, me has visto tú a mí que yo a ti. Compadezcamos al enfermo y odiemos la enfermedad. Por otro lado, Salicio no ocupa solitario la égloga primera, está el otro pastor, Nemoroso, y Nemoroso ha escogido mucho mejor que Salicio pues lo de Nemoroso no tiene remedio: Elisa no es de frío mármol, Elisa se ha hecho humo y eso sí que es definitivo. Nemoroso llega a decir que ahora se da cuenta de que en su soledad de antes se sentía hasta contento porque podía soñarla y ella, al menos, vivía. Atento, Salicio, que esto son unas justas y Nemoroso ha hallado el triunfo definitivo, que él no se queja a Elisa, Elisa ni siquiera es y Nemoroso no quiere remedio. Lo que es Nemoroso es extraordinariamente jactancioso, alguien que solo siente verse atado a la pesada vida y enojosa, y el famoso problema irresoluble, luego que si no tiene solución no es un problema. Nemoroso casi me hace sentir simpatía por Salicio, en comparación con Nemoroso, Salicio es un juerguista y un iluso que aún espera primaveras y verbenas.
En el prólogo de la Antología de poesía latina en la que he descubierto a Lucrecio, Luis Alberto de Cuenca dice con mucha gracia que «Naturalmente, es imposible traducir poesía. Es imposible, añadiríamos, traducir literatura», pero «es una costumbre bastante antigua», añade luego. A modo de respuesta a esta observación y casi con idéntico alero, una adolescente decía hoy en la tele que trasladar el Quijote a tuíter se les hacía difícil «por el lenguaje», pero que ahora lo están aprendiendo, y «aprendiéndolo en nuestro idioma». Eso.
Pues soy de esa opinión, como Steiner en Errata, cuando se refiere a los intercambios lingüísticos como contratos de incomprensión, y que la comunicación no es sino un flujo de traducción constante que ni siquiera pretende en ningún momento alcanzar la descodificación definitiva.