En la primera égloga Salicio deja planteado el problema de la primavera en los siguientes términos: «por ti la verde hierba, el fresco viento,/ el blanco lirio y colorada rosa/y dulce primavera deseaba». La manifiesta complacencia de Salicio en el epíteto parece sumirle en lo consabido y redundante, pero no veamos solo dudoso ornato en los adjetivos obstinadamente adjuntos, feos paños de ganchillo del lenguaje lírico, porque el hueco que los aloja, la sombra izquierda del nombre, es un fanal de subjetividad, el peldaño desde el que el enunciador avanza su pecho, levanta y agita los dedos congelados, «mis ojos», irrumpe y plañe Salicio a la izquierda de esos nombres. Y que querría pertenecer a la comunidad lingüística de los afortunados por la percepción de la frescura inherente del viento y consustancial, pero que se ve excluido. Salicio, malherido e inocente y atropellado en sus derechos de súplica pero no mudo, dice su queja «como si no estuviera de allí ausente/ la que de su dolor culpa tenía». Galatea, mármol y nieve, ni siquiera se encuentra en la pradera del escenario, ni está ni probablemente ha estado, Galatea es, pues, lo que Lucrecio conceptúa como simulacro, es decir, un fantasma: También los perros de los cazadores se agitan en el sueño y persiguen simulacros vanos de ciervos que huyen, «hasta que en sí volviendo, el error dejan» (traducción de don José Marchena, Abate Marchena, accesible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, edición digital basada en la edición de Madrid, Librería de Hernando y Compañía, 1918). Contra la devastación del mal del amor lo mejor es no contraerlo, avisa Lucrecio como Ovidio después, e incluye en sus versos de miel el ajenjo de la advertencia y una demorada reflexión que me ha cautivado.¿Puede haber más belleza en el decir del dolor del roto corazón?, acunaba yo ayer mi Austral gris, número sesenta y tres, Obras, en la cartera, en el bolsillo, en la cama y en la mesa. ¿Se puede ser más mentecato?, me pregunto hoy mientras reviso el problema de la primavera, ¿más hostil, ridículo e infamante?, como diría Analía de David, el portero mayor, que la corteja, pero tú qué te has creído, Salicio, me has visto tú a mí que yo a ti. Compadezcamos al enfermo y odiemos la enfermedad. Por otro lado, Salicio no ocupa solitario la égloga primera, está el otro pastor, Nemoroso, y Nemoroso ha escogido mucho mejor que Salicio pues lo de Nemoroso no tiene remedio: Elisa no es de frío mármol, Elisa se ha hecho humo y eso sí que es definitivo. Nemoroso llega a decir que ahora se da cuenta de que en su soledad de antes se sentía hasta contento porque podía soñarla y ella, al menos, vivía. Atento, Salicio, que esto son unas justas y Nemoroso ha hallado el triunfo definitivo, que él no se queja a Elisa, Elisa ni siquiera es y Nemoroso no quiere remedio. Lo que es Nemoroso es extraordinariamente jactancioso, alguien que solo siente verse atado a la pesada vida y enojosa, y el famoso problema irresoluble, luego que si no tiene solución no es un problema. Nemoroso casi me hace sentir simpatía por Salicio, en comparación con Nemoroso, Salicio es un juerguista y un iluso que aún espera primaveras y verbenas.
En el prólogo de la Antología de poesía latina en la que he descubierto a Lucrecio, Luis Alberto de Cuenca dice con mucha gracia que «Naturalmente, es imposible traducir poesía. Es imposible, añadiríamos, traducir literatura», pero «es una costumbre bastante antigua», añade luego. A modo de respuesta a esta observación y casi con idéntico alero, una adolescente decía hoy en la tele que trasladar el Quijote a tuíter se les hacía difícil «por el lenguaje», pero que ahora lo están aprendiendo, y «aprendiéndolo en nuestro idioma». Eso.
Pues soy de esa opinión, como Steiner en Errata, cuando se refiere a los intercambios lingüísticos como contratos de incomprensión, y que la comunicación no es sino un flujo de traducción constante que ni siquiera pretende en ningún momento alcanzar la descodificación definitiva.

 

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