

Estos cuadros de casas al sol con el árbol que deja caer el dinero del sol por los agujeros del follaje, estos cuadros que dicen «¡Doblones, doblones, doblones!», que es lo que el loro de John Silver gritaría, el loro de la alegría. «Aquí, el tesoro», pone en el mapa con letras más pequeñas; aquí, bajo el árbol colosal cuya sombra habría podido cobijar a todo un regimiento novelesco, el tesoro. Al principio y al final del libro de las tierras legendarias, Eco distingue los ilusos lugares de la leyenda de aquellos otros señalados por la verdad novelesca, que lo es gracias a la seguridad y a los límites del pacto literario.
El árbol colosal que pienso ahora es un ligero mimbre legendario, porque Bego dijo que junto al portal de casa había un árbol y era un mimbre, pero no recuerdo haber oído nunca en casa precisar la clase. Según Camus, la desnutrida memoria de los pobres carece de puntos de referencia; y pierde interés por las especies improductivas, añado yo sin verdadera convicción, dado que Bego sí se acuerda. Lo que ella no explicó es por qué teníamos un árbol que no daba higos, manzanas o uvas, un árbol para nada. Tal vez una mimbrera basta para tejer las cestas de una familia, como una gallina le provee de huevos y con una vaca verdadera tienes la leche y el amor de Cordera para tus huérfanos, encuentro ahí la razón de ser de ese árbol de ribera, y que las riberas y la brisa son más antiguas que las familias.
Los lugares legendarios, a diferencia de los novelescos, suscitan nuestra credulidad y vamos a buscarlos. Se sentaban a coser debajo del mimbre, dijo Bego. Entonces empiezo a componer la figura del mimbre y es tan segura que algunas tardes lo he visto cimbrearse con el aire de septiembre. El mimbre es ahora la más viva de las postales de esa casa y de los demás restos del humo de un coche que se aleja y ya se ha ido. Repaso otros árboles y, entre los que antes llegan, escojo el tilo que se llevó la excavadora, los castaños que ahogó la riada y el nogal de La carga, nacido del puñado de nueces que llevaba en el bolsillo el soldado cuando cayó muerto.
Alfonso Reyes («Marsyas o del tema popular», 1941: 52) pone la literatura popular bajo el signo de Marsyas, el sátiro que acabó colgado de un árbol según algunas tradiciones: por la música que el viento arranca en las frondas, «Marsyas es «el árbol que canta», dice Reyes. Sin embargo de lo cual, en mi traducción de las Metamorfosis, Marsyas castigado se lamenta: «¡Ay! Me arrepiento, ¡ay!, la flauta —gritaba— no vale tanto».