Edward Hopper (1942), Nighthawks (Art Institute of Chicago)

Mi amigo José no se llama Joseph, como la ciudad ubicada en el condado de Wallowa en el estado estadounidense de Oregón, no se llama ni una cosa ni la otra y me pregunto asimismo si es correcto o debido que yo le diga amigo, si nos une acaso el «afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato», que es la amistad lexicográfica en su primera acepción. En cuanto a orientarme al margen del diccionario, por mis impresiones y juicio, basta que recuerde que tengo carné de conducir desde hace diecisiete años y no he conducido nunca, para que me sobresalte e incluso indigne que gobiernos sucesivos hayan consentido que yo conserve un permiso tal en la cartera.

Joseph y yo nos vemos en un bar, bebemos coca cola y hablamos de trabajo. Yo no le llamaría trabajo, he aquí de nuevo un exceso, desproporción y licencia; secar vasos, vender jarabe, dibujar planos, encalar, encofrar o apendicectomizar son trabajo de verdad, lo que Joseph y yo hacemos es entretenernos, rebuscar, divagar y beber coca cola ocupando una mesa frente al ventanal y la puerta. Él abre su ordenador, hay que mirar algunas cosas, por ejemplo, Madoz, que ha llegado de muy lejos y me trae ganas de estornudar, el magnífico nombre y familiar de Pascual Madoz está definitivamente pegado a tardes fragantes de emanaciones de compuestos orgánicos volatilizados por la degradación de la lignina de la celulosa de los libros viejos de aquel cuartito cerrado con llave que se llamaba fondo antiguo. Encontramos todo Madoz en la pantalla, lo hojeamos con los ojos en fotografías parduzcas de hojas inodoras, buscamos más y hallamos, nos sorprendemos, nos empujamos un poco y también reímos, nada personal. No hay nada personal, le comento a mi persona en cuanto se me sale la persona; qué hay de lo mío, dice siempre mi persona más personal, portadora asimismo de un permiso de conducir del que, si en el mundo hubiera discernimiento, justicia, gobernación y gobernanza, debería ser inmediatamente desposeída.

De La señora Dalloway, que llevo estos días en la cartera, se filtra la escena en la que Rezia y Septimus, los Warren Smith, están sentados en un banco de los jardines de Kensington, «Soy muy desgraciada», piensa Rezia, que lo es sin lugar a dudas. Septimus es un excombatiente terriblemente enfermo; ella, una italiana que se muere de tristeza en Londres, asida al naufragio de la mente de su marido. Cuando Peter Walsh cruza por el parque ve al mirarles una pareja de enamorados discutiendo, amantes que riñen bajo un árbol, la vida familiar en los parques de Londres, piensa complacido por tanta armonía, observa el lector subido a la barraca vertiginosa del punto de vista cambiante. A una de estas le cuento a Joseph una noticia que había leído el día anterior en El Correo: la nieta de Zarra, el jugador del Atleti, vive en Triana y es bailaora de flamenco. Que la técnica la puede aprender todo el mundo, pero para el arte hace falta raza, explica Adriana Bilbao Zarraonaindía, que está en Bilbao con un espectáculo y se ha traído a los gitanos, su luna de pergamino Preciosa tocando viene. La noticia más bonita del mes, no sé qué pensó Joseph, él no lo dijo, yo no pregunté, solo tenemos unas pocas cocacolas de amistad y algo de trabajo inodoro, no sé si nuestro afecto personal, puro y desinteresado, se fortalecerá con el trato, posiblemente es vital que mi persona no conduzca nunca, en ningún supuesto.

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