Febrero, mimosas en Cazenave

Es que caminaba apresurada y cabizbaja, fija la vista en el suelo que se desliza bajo las gasas del polvo, voy censando cuentas de granizo, escrutando los excrementos de los insectos, rastreando puntas de alfiler. La luna no está hecha de un polvo diferente, ella nació de un ovillo de polvo como el que reposa debajo de las camas y de los armarios grandes, esa penumbra en la que pace un rebaño sedoso de rulos de polvo, y sueñan los corderos del polvo con flotar libres en la noche de la galaxia. Altas concentraciones de polvo interestelar producen nebulosas difusas y otras que llevan la denominación precisa de nebulosas de reflexión, lo he leído, no me lo he inventado yo, que caminaba más nebulosa que reflexiva, escudriñando algunas partículas pero distraída, cuando me he cruzado con él. El mirlo salía del cantero de hierba, lo he reconocido, me he parado en seco, he soltado la maleta, le he saludado. Y tú, cómo saludas a los tordos, requiere mi amiga porque se lo cuento. No era un tordo, era un mirlo, a veces me cuesta hacerme respetar; pues les digo, «holaa, guapoo». Ha atravesado la calle y se ha dirigido a su seto pero no se ha escondido, el mirlo no se asusta, es un sujeto más bien camorrista, he oído decir, aunque yo solo le he visto asomar confiado al sol de febrero, con sus mejores azabaches y su pico de miel, a componer una morada, a buscar una mirla tan guapa como él.
Ayer vi las llamas en los ribazos de Cazenave, ay, que se queman los ribazos del río de Cazenave con fuegos amarillos, me dije al levantar los ojos de la investigación del suelo cuando iba a casa de mi madre, es que han salido las flores de las mimosas entre las robinias o falsas acacias y las zarzas. Esas plantas están en la tierra desde antes de que la riada lo arrasara todo, creo que son las únicas plantas que quedan de los tiempos en que Unamuno era un chaval que paseaba por la vega, lo sé porque lo escribió en Recuerdos de niñez y de mocedad, y yo lo leí. Cogiste las flores, me ha preguntado hoy José; cómo las voy a coger, estaban en el cielo, José. Por la tarde había un paño de niebla al fondo de la calle, en medio de la montaña, al fondo de la calle, en la ciudad. Un velo, me has dicho; leche, maicena, sábanas espesas, un paño de niebla tibia.
Ahora, esta noche el vendaval y los aguaceros están acabando con las fantasías siderales del polvo de las aceras, pero yo he leído los signos y he leído a Pentadio (fl. c. 290), el desconocido, el recóndito, el inesperado, corren los dísticos de Pentadio en corros de regocijo. Gracias, Pentadio, por la primavera, por las derramadas gracias.

La llegada de la primavera

Huye el invierno, lo noto; al soplo de los céfiros templa ya
el Euro la tierra con sus lluvias: huye el invierno, lo noto.
Brotan de nuevo todos los campos, siente la tierra en sus entrañas el calor
y con las nuevas semillas brotan de nuevo todos los campos.
Crece el verde alegre, se viste el árbol de hojas;
en los valles soleados crece el verde alegre.
Llora ya Filomela con sus cantos, la impía madre; a Itis
ofrecido como festín en la mesa llora ya Filomela.
El agua tumultuosa cae en el monte por rocas lisas
y desde lejos se oye el agua tumultuosa en el monte.
De flores innumerables pinta los campos el soplo del Eolo
y los valles exhalan el olor de sus flores innumerables.
En las rocas cortadas suena Eco a los mugidos de los rebaños
y su voz, devuelta por las montañas, suena en las rocas cortadas.
Las nuevas viñas trepan, injertadas, por los olmos próximos,
unidas en la fronda trepan las nuevas viñas.
Las tejas conocidas recubre ya la golondrina que no cesa de trisar;
mientras reconstruye el nido, recubre tejas conocidas.
Bajo el verde plátano se disfruta un sueño grato a la sombra
y se tejen guirnaldas bajo el verde plátano.
Este es el momento, según la dulce costumbre, de que volváis, hilos, al huso;
entre abrazos, este es el momento, según la dulce costumbre.
Antología de la poesía latina (Madrid: Alianza, [1981], 2010), traducción de Antonio Alvar.

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