Un edicto plastificado en la puerta de la fábrica instruye acerca de que «este área» está libre de humos, firmado por el director, gerente o como se diga de la fábrica, un sitio en el que, como dijo otro director, gerente o como se diga, el más tonto es licenciado. Qué importancia tiene una letra, hay que estar muy estreñido para irritarse por algo tan leve, hay que ser muy superficial para fijarse en formalidades tan hueras e insignificantes, acuciados como vivimos por males muy graves. El médico Filótimo, a uno que le mostraba el dedo para que se lo curase, y a quien reconoció en el rostro y por el aliento una úlcera pulmonar, le aconsejó: «Amigo mío, ahora no es el momento de arreglarte las uñas» (Montaigne, Los ensayos, III, IX, p. 1410). Leo un texto sobre textos en el que se corrigen textos y se subraya no es entorno sino «en torno», bien hecho, pero pasa de largo en hilación por ilación, que habla de argumentos, ¡ahí, a la derecha!, grito a la autora desde el patio; la autora no me oye y, seguidamente, se lanza a explicar que «algunos temas son más proclives que otros para desarrollar ciertos tipos de secuencias textuales». Aunque lo está significando, ella no desea afirmar que esos tipos de secuencias textuales emiten sombras de maldad, no, solo pretende apuntar que tales asuntos propician ciertos tratamientos. ¿Una uña rota?, ¿ha reventando un bronquiolo? Un rato más tarde, estoy escuchando al locutor y presentador de un programa que se anuncia como magacín cultural: «Dos Luises, qué curioso, está lleno de paradojas hoy el programa». Él quería decir casualidades, un resbalón lo tiene cualquiera, comento con la mente a mis hermanos en la audición, pero quedo secretamente preocupada, ¿se habrá dado cuenta el licenciado locutor y por ello multiplicador? Las llamémosles divergencias ortográficas e incluso las digamos variaciones gramaticales como son visibles están señalizadas, incomodan e incluso también hieren su poco, es verdad, pero no matan. Lo que sí mata y destripa y envenena es la secreta e incalculable ponzoña de la desatención a la semántica. A qué viene esta triste imitación del gran Lázaro, me preguntaba yo esta mañana, viéndome apilar el horrendo tesorito de infortunios lingüísticos, mirándome rebuscar clavos grisácea y cabizbaja, un clavo, dos clavos, tres clavitos, un clavito clavó Pablito. Contaba Lázaro en un dardo que Sarmiento, fray Martín, infería que el castigo de Babel consistió en que «si alguien, pongamos el capataz de la célebre Torre ordenaba a un peón que puliese un pedrusco, el pobre esclavo se quitaba una sandalia; y si este pedía el botijo al vecino de andamio, recibía una soga de esparto» (El nuevo dardo en la palabra, Madrid: Santillana, 2004, pp. 102-103). Que así mismo se derrumbó la máquina de la soberbia que pretendía alcanzar el Cielo, que el Cielo la podía haber tumbado de un soplido, pero prefirió una carcoma más perezosa. Sin embargo, según Lázaro, fray Martín exageraba porque el desmoronamiento del monolingüismo que el Paraíso había legado al mundo no llegó a fraguar en una multiplicidad tal que tocáramos a una lengua por barba de babilonio. Por qué no hablamos todos la misma lengua, solía lamentar inocentemente mi madre. Madre, no penes ni plañas, esa desgracia ha quedado ampliamente compensada por la gozosa ventura de los nacionalismos.

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