Los índices

Cruces
Cruces

Leí El proceso el verano que mi padre pasó en el hospital. Iba cada día a aquel hospital tan grande, entraba en la habitación y le daba un beso, qué tal has dormido. Saludaba un poco también, con mi cortedad adolescente, a sus roommates, que fueron varios; uno murió una mañana entre vómitos de sangre, la hemorragia de la vena porta o portal, es un nombre de vena muy bonito, se lo conté a mi hermana y le dio mucho asco porque estábamos comiendo, dijo; leí, me parece, en El pequeño Wilson y el gran Dios que la primera mujer de Burgess murió así. Me sentaba en la silla del acompañante y sacaba un libro, él se estaba mucho rato mirando por la ventana y fumando, casi no nos conocíamos. Pasaba el tiempo, cerraba el libro y daba un beso a mi padre, hasta mañana, me iba. No me gustó El proceso y no he vuelto a leer nada de Kafka.
Ahora leo el Adiós a la universidad (Madrid: Galaxia / Círculo de Lectores, 2011) de Jordi Llovet, quien discurre así acerca de sí mismo, de la lectura y la escritura: «En cuanto a escribir, tengo el firme convencimiento de que ya se ha escrito mucho, y muy bien, y que lo más importante, especialmente en lo que a este siglo recién empezado se refiere, es leer y recuperar el legado de la antigua sabiduría, entre la Biblia y Thomas Mann, entre Homero y Joyce, entre Virgilio y Hermann Broch». ¿Quién es Hermann Broch? Me acuerdo otra vez de ese texto de Ángel González, un poema nace de otro poema, los libros nacen de los libros, otros lo han dicho y se ha dicho de muchas maneras; ese texto de Ángel González en el que también aprecia que no hay lectores puros, que el escritor lo es porque ha leído y que el gusano de la escritura vive en el lector, que Kafka hablaba de la escritura como lepra. ¿Quién es Kafka? Quién era ella: la lectora, me dijo Luis Villena cuando me regaló Si una noche de invierno un viajero. Debería releerla, pienso estribada en mi tonel, poso la taza en él y el cigarrillo en el cenicero y entonces veo a Guadalupe salir de un gran coche que acaba de aparcar ella misma; piu, piu, cierra y confirma la clausura de las puertas del enorme vehículo, primero la del conductor, después la del copiloto. El automóvil es tan grande que Guadalupe da un largo paseo flotante alrededor de su nave, subiendo y bajando ágil como un pájaro de la acera. La miro alejarse luego y percibo también el cordón dorado que anuda a Guadalupe a su magnífica posesión, un coche sólido y desarrollado como un hogar feliz que reluce y espejea ahora frente a mí, silenciosa y sosegadamente. Se deshacen las hélices ligeras y envidiosas del humo de mi cigarrillo, compruebo el ajuste de la escafandra estratonáutica sobre mis hombros y en la paramnesia parecen familiares los anillos y ceros profundos escritos en el suelo de la Luna, el tacto irreal de mi vestido de seda vulcanizada.
Llovet desliza sus propósitos de no escribir en un libro de cuatrocientas ocho páginas, más de diez corresponden al índice onomástico, muy nutrido. A menudo encuentras algunos nombres propios en los índices onomásticos de los libros.

Día del Junquillo

Junquillos de Cazenave
Junquillos de Cazenave

Hoy es mi Día del Junquillo, junqui-yo, que nací hoy y antes no estaba pero luego sí. Es todo tan raro o peregrino, afilado, confuso, peligroso, admirable, desastroso.

En lo alto

Un pájaro en lo alto,
en lo más fino
del árbol alto,
un tomeguín
nervioso, breve, tan liviano
como un soplo de luz,
está cantando
su propia levedad,
la maravilla
de su increíble ser
—su pura vida
minúscula, perfecta, iluminada.

Eliseo Diego, de Los días de tu vida (1977)

"People are the plot"

Recibí publicidad de un seminario valorado en un crédito de libre elección: sembrar, valer, creer, librar y elegir, tanta abundancia semántica en una sola línea, borrosa ya y olvidada ante el sugestivo título del semillero que digo: «El gran reto de lo pequeño». ¿Qué es nano?, se preguntaba el primer conferenciante; «Cómo hacer y dónde encontrar nanosistemas», prometía el segundo; «Las bacterias también producen nanopartículas», aseguraba un tercero. «En la ciencia, como en el arte, lo particular solo tiene valor cuando acoge en sí lo general y lo absoluto», dice Schelling en una cita de segunda mano, sacada de contexto y que ni siquiera viene al caso, pero las palabras juegan solas, retozan y se divierten, tan contrarias entre sí la esencia sustancial de la partícula y el fútil accidente particular, la contingencia ociosa del particularismo. No estoy segura de si la intrahistoria, hoy microhistoria, trata de fijar las partículas de la cotidianidad y sus laboriosas bacterias o solo se entretiene en el accidente y el individuo, para qué.
El poema de Tomlinson «La plaza» (Anunciaciones, 1989), es el poema de una plaza mexicana, el poeta está en la plaza, la plaza en el poeta:

La gente es la trama
y lo que hace aquí,
que es estar sentada
o caminar principalmente.

También Aleixandre escribió «En la plaza» (Historia del corazón, 1954), en el lugar donde el gran corazón de los hombres palpita extendido, Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Por eso el historiador Carlo Ginzburg pudo reconstruir la vida de Domenico Scandella, una obra que tituló Il formaggio e i vermi (1979), y subtitulaba El cosmos de un molinero del quinientos. Domenico o Menocchio fue un molinero de Friuli víctima de un proceso inquisitorial; Menocchio creía que Dios y los ángeles nacieron del caos primigenio, como del queso nacen los gusanos. El historiador se sirvió de la pequeña vida de Menocchio para hablar de su estamento o clase, región y tiempo, condiciones de vida, creencias, extrayendo y prensando la plaza contenida en las trazas del humilde molinero, contorneando los rasgos universales de su perímetro, el serpear que se movía / como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso, pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra. Qué extraño destino el de Menocchio, revivido solo para ser mejor arrojado a una plaza abarrotada, al mercado de la fermentación y la partícula.
Por el recuerdo de Menocchio este dibujo de Schiele, uno de los que hizo en abril de 1912, durante los días que pasó en una celda de la prisión de Neulengbach, acusado de raptar y violar a la niña de trece años Tatjana Georgette von Mossig.
Se titula «Esa naranja era la única luz».

Esa naranja era la única luz

Conticinio

Febrero. El atrium totum nevatum

Saqué la foto el lunes nevado y sigiloso, conticinio de nieve, la nieve también es una noche.
La lectura o el amor del conticinio, algo así dice Salinas en la «Defensa de la lectura». Leer El defensor ha sido un placer inesperado; conticinio, una voz nublada y solitaria, la hora más desierta del silencio «porque los gallos y la gente se sosiega», y es previa a la primera luz o dilúculo, cuenta Juan de Pineda (1589) en un texto al que me ha llevado el amor del conticinio: «El conticinio casi ya pasando / iba, y la sombra dimidiaba», comienzan los versos de sor Juana Inés. Conticinio, una palabra nocturna y huidiza, imposible mostrarla, regalarla ni vestirla, nadie querrá el raro y desusado conticinio que silencioso ocupa su lugar en el discurso. Adónde van las palabras que se mueren, me preguntó Asier el día de la nieve. Nunca mueren, Asier, solo están dormidas.
Hablamos porque nos hablaron, dices, hemos sido hablados, dices, y aguardado el cabo del vagido para anudarlo a las voces familiares. Decía Ángel González que todo poema procede de otro poema y Salinas corrige al personaje de Molière: «todos hablamos poesía sin saberlo». Asegura Salinas en otro lugar que el lenguaje hablado nos enlaza «con todos los que usaron para sentirse vivir las mismas palabras que empleo», pero que hablar es insuficiente para que el hombre viva sobre su tiempo, solo la escritura permite vivir, revivir y sobrevivir, jugando una carta hacia el futuro, y emplea Salinas a menudo expresiones inflamadas, raras ya y desusadas: «es una actividad trascendental, es un hacer de salvación». Estamos tan ahítos y desengañados.
Non omnis moriar, también Horacio cavaba su tumba en las nubes. Salinas copia un soneto de Quevedo, de cuando se apartó a su casa pueblerina de algún lugar de la Mancha, el que empieza así:

Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o secundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Hablan despiertos los nombres escritos, solo dormidos y no muertos.

Consulados

Manuel Losada, Gigantes rodeados de la alegría del pueblo (Biblioteca foral de Vizcaya)

En la escalera mecánica solo hay una mujer, una niña muy grande y rolliza, pienso, al ver la coleta negra y que se bambolea, como jugando, no hago mucho caso y voy a adelantarla por la derecha, queda mucho tramo aún y una es una de esas personas que siempre anda con prisa. Cuando la estoy rebasando me habla, chica, señora o señorita, dónde está esto, un papel con una dirección: Consulado de Bolivia, calle Pintor Losada, salida Basarrate, leo unas letras capitales de boli algo desordenadas. La miro, la cara como una luna y unas gafas, sonríe como puntuando: tonema ascendente, sonrisa, cadencia, sonrisa, suspensión, sonrisa, punto y sonrisa. La miro, sí, sígueme. «Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón». No tiene billete, no sabe sacarlo, instrucciones para sacar un billete, guárdalo, guárdalo, guárdalo bien, hay que fijarse en los letreros, ¿sabes leer?, sí, no la creo. Instrucciones para bajar la escalera, instrucciones para atravesar la máquina canceladora, no va a caber por el pasillo. Montamos en el vagón, siéntate ahí, le ordené. Presta atención, «Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas», recité enfadada ante la gravedad de mi cometido.
La calle Pintor Losada está en Little Saint, justo unas paradas antes de mi destino ese día, por qué no vamos a Little Saint a perdernos, decía entonces, en las horas aburridas de la merienda cuando vivía en Waterwheels. Little Saint era el lugar al otro lado de la frontera de mi barrio y allí estaba La Campa del Muerto, nadie lo ocultaba, los adultos decían La Campa de Muerto sin siquiera bajar la voz, por el Carmen ponían barracas pero se llamaba La Campa del Muerto. Alguna niña de la escuela vivía en la calle del pintor Losada, el pintor Galo Manuel Losada y Pérez de Nenin, un pintor costumbrista al que no supieron dar una calle en un barrio mejor, y ahora ha llegado ella. Te vas a perder en Little Saint, pensé muy severa, mirando la boca risueña con dos dientes de oro. Voy recitándole las paradas, para que las vaya memorizando, tu parada es la siguiente, dame el papel, le escribo la salida y le encarezco que pregunte al salir a la luz de la boca del metro en Basarrate. ¿Qué harás cuando llegues a la Campa del Muerto? Estoy a punto de echarme a llorar. Ella sonríe, tonema descendente, sonrisa de Potosí.
No conozco a ningún poeta boliviano, unos versos de Eliseo Diego, que es cubano, hermano, para la boliviana que vaga, hermana, en algún lugar de la calle del Pintor Losada:

Vamos a pasear por los extraños pueblos
ungidos con la sombra leve de los jazmines
y el olor de la noche como un recuerdo.

La zorra

Marc.BlueblackfoxSegún el relato de Patronio, esto sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta al verse sorprendida por la luz del día, después de haberse entretenido la noche entera en un corral, comiendo gallinas. Creyó la zorra que la gente así no le haría caso y así fue al principio; luego, un paseante trasquiló unos pelos de su frente, otro los del lomo y otro los de la ijada, que los pelos de zorra buenos son para el mal de ojo, no es daño muy grave perder los pelos, pensó la zorra y se estuvo quieta. Más tarde otro le sacó dientes y otro las uñas, para los tumores, y después aquel iba ya empuñando un cuchillo, corazón de zorra para el dolor del corazón. Así es como vio la zorra que debería arriesgarlo todo para no perderlo todo, eso es el corazón, y cuenta Patronio que se esforzó por escapar y salvó la vida, acaba bien el cuento y ellos lo entienden así: «… es mejor soportar las ofensas leves, pues no pueden ser evitadas; pero si los ofensores cometieren agravios o faltas a la honra, será preciso arriesgarlo todo y no soportar tales afrentas, porque es mejor morir en defensa de la honra o de los derechos de su estado, antes que vivir aguantando indignidades y humillaciones».
El conde pensó que este era buen consejo y don Juan lo mandó poner en ese libro y yo me he acordado de Patricio, que se tomó unas centraminas la víspera del examen, estudió aquella noche el temario entero de principio a fin y también al revés, y aún le quedó vela para lavar y secar la vajilla y la cristalería de su madre y ordenar con mucho gusto todas sus piezas de mayor a menor. Qué puta vieja, Celestina, llegó aquella mañana diciendo Patricio, y yo, que suelo repetirlo porque me acuerdo de Patricio a veces, tengo a Celestina por un personaje colosal, lleno de la dignidad que da la vida humana al que la ama, en medio de la mezquindad y locura de los demás. Buena no es, no, la zorra.
El zoónimo en su acepción genérica es epiceno y como tal carece de moción de género, si bien se conocen ambos en español, de preferencia el femenino, que suele evitarse por los sentidos no zoosémicos no compartidos con el masculino. La zorra del Principito se llama zorro: Buenos días, saluda al Principito el zorro bajo un manzano, es un zorro muy bonito. Ven a jugar conmigo, pide el niño. No puedo jugar contigo, no estoy domesticado. Mi tía Amalita tenía una estola de zorros, dos zorritos unidos por el hocico, la zorra de Patronio y el del Principito me han recordado aquella mordedura fascinante, dale un beso a la tía Amalita, y la leve sombra de los rizos de mi tía se entreveraba con el fulgor de los zorros. El zorro de mi tía no era adorno sino atributo cierto bajo el óvalo de la cara, la relación de mi tía Amalita con su estola es esencial y no accidental, no es un rasgo cancelable, sino una predicacion más parecida a «todos los solteros son no casados» que a «Juan es irlandés», es decir, un juicio analítico que descansa sobre una ontología esencialista, según la cual hay propiedades necesarias e inmodificables. No sé cuántos grados suman los ángulos de una zorra, pero algún ruin de la tragicomedia dirá que «aunque muda el pelo la raposa, su natural no despoja».
Por favor, domestícame, pide el zorro al Petit Prince.

La rotación de los cuerpos

Sofia KovalevskayaEl defensor (Alianza, 2002 [1983]) incluye cinco ensayos de Pedro Salinas, el primero de las cuales es la Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar. En el apartado que titula «La cura por la correspondencia», cuenta una anécdota que me ha confundido e incluso iluminado, quién puede ver una cerilla arder a la luz del sol, nada mejor que mi oscuridad para mis luciérnagas. Cierta acaudalada Miss K. L. Francis, con quien el poeta coincide en un hotelito de la montaña suiza, explica su retiro como un «tratamiento de filantropía» por el método epistolar. Que Miss Francis, hastiada de copas y bailes y de las palabras de su medio social, palabras de callarse cosas más que de decirlas, dice, aburrida de su mundanidad y alarmada por su desestima y menosprecio de sus semejantes, digo, huye de la ciudad y se recluye en la escritura solitaria de cartas, para restaurar con ellas su interés y aprecio por las personas. «Me entrego al placer de ser como soy, como me dé la gana, sin miradas que me traben, sin presencias que me limiten». Ella, que no se siente sola porque imagina a cada uno de los amigos que convoca, regresará después a su casa y al mundo con energía suficiente para vivir muchos meses «con las gentes de verdad, con las habladas. Pero, aquí entre nosotros, son mejor las personas escritas».
Por qué se aburre la rica Miss Francis, la de la regalada existencia y refulgente vida social. Despersonalización, dice ella; saciedad, imaginamos y añadimos, y evocamos la anamorfosis que restaura con álgebra platónica la efigie del otro y nos permite amarlo. Forzar la distancia y el punto de vista por la escritura, para que el deseo borroso y descompuesto adquiera forma. Mal hecho, le he observado a Miss Francis, Miss Francis no me ha caído simpática, con los párpados fruncidos he visto de ella unas abluciones suizas en el balneario de las mentiras, falsedad, inconsistencia, puah, ricos.
Al presentar a Francis, Salinas dice una cosa graciosa, confusa, luminosa. Es bella, dice, con una belleza «de esas que se ocultan mientras se está a su lado, detrás de las gracias y agudezas de la conversación, pero que luego, a los diez minutos de haberla dejado, se representa con tal evidencia en la imaginación como un olvido, que no nos podemos perdonar, y ya irreparable». Lamentas, amado poeta, no haber ceñido los abrazos que habrías, de no haberte distraído por la conversación. Amado poeta, aparca el camión, es la palabra la que prende la belleza y el esplendor del deseo de la carne, que el órgano sexual más importante está entre las orejas, resume Woody Allen, y el cerebro se alimenta de palabras, aunque ya sé que esta dieta no es exclusiva ni universal. Sin embargo, el comentario de Salinas deja ver lo que la mujer Francis busca: desear, que la Francis se va a Suiza a construir el deseo y que este está hecho de palabras, la carta es el diálogo en fantasma, una anamorfosis del diálogo ad oculos.
La adopción del sello de correos, el Penny Post de la Inglaterra de 1840, el correo a un centavo, fue muy importante para la difusión del arte epistolar. El primer sello inglés llevaba un retrato de la reina Victoria, este, que es ruso, rinde homenaje a la matemática, escritora y protagonista de un cuento de Alice Munro, Sofía Kovalevski. Kovalevski fue premiada en París en 1888 por su trabajo “Sobre la rotación de un cuerpo sólido alrededor de un punto fijo”. Son tan secretas las matemáticas y tan inspirados sus afanes, giran los cuerpos sólidos alrededor de un fantasma y solo el deseo los sostiene.

El castillo, las moradas

Chateau de PauEn las cocinas del castillo de Pau hay unas grandes chimeneas, los visitantes nos asomamos tras el peto por la garganta quemada del hogar y comprobamos que no espera la luz al final del tubo, que son oscuras aquí las alturas del cielo.
Bajo las ojivas de las cocinas del castillo de Pau reposa una detallada maqueta del castillo de Pau y sus alrededores construida por un guardián que lo fue muchos años hacia 1800. Contemplo el dilatado calendario de estaciones laboriosas que el vigilante y guerrero deshojó hasta hacer nacer el castillo de juguete, equinoccios y solsticios de atenciones muy precisas en materia y forma, caricias jamás previstas cuando las manos del soldado se ejercitaban con la espada y el arcabuz. Son muchas las cualidades morales que adornan al mañoso maquetista: constancia, entereza y longanimidad no son las menores de aquellas que su arte pone a prueba. La lealtad a la obra se recompensa con su contemplación, el guardia ajusta un día la última pieza, una pincelada más y se tiende a descansar al calor de las cocinas del castillo, dormir, tal vez soñar. Santa Teresa escribió con mano inspirada y ágil su alegoría del ascenso interior, allí es donde Teresa pone «una comparación para entenderse», dice, y que este castillo es nuestra alma, uno como de diamante o muy claro cristal, donde hay muchos aposentos.
Es invierno en las cocinas del castillo de Pau, el soldado reposa al calor del fuego y los forasteros curiosos dejan los fogones entre los pasillos de hilos de oro de los gobelinos, algunas de las muy ricas horas de los reyes de Navarra y Francia. Posiblemente alguna mujer visita el castillo por segunda vez, y es probable que una pinza muerda el músculo ventricular de la visitante, será uno que otro de los cangrejos tercos que vagabundean en los fondos sanguíneos. Tal vez esa linfa densa arrastra el tacto del flequillo y la nuca de un niño aburrido al que vigilar y acariciar, un niño que camina de la mano de su padre, acaso ella seguía con desgana las explicaciones de la guía entonces. En cambio, hoy podemos advertir que la visitante se ase con fuerza a los detalles del costurero de Eugenia de Montijo y las pequeñas piezas de la vida de Enrique IV que la guía encaja, ochenta amantes hubo le Vert Galant, un caparazón de tortuga fue cuna del simpático rey.
El guardián que sueña la visita ha llegado también al dormitorio soberano y se ha detenido a admirar el bargueño. Medita la congruencia de la escala, las semejanzas y correspondencias entre el modelo y el objeto, la proporcionalidad de las dimensiones lineales, de la orientación de los vectores de velocidad de los ángulos que determinan la posición de los cuerpos, la conformidad de las fuerzas de rozamiento y presión, el sigilo de los cajoncitos, la confidencias de billetes, la medida de los anillos, plumas de cisne y ganso, pomos de veneno y secretos de escritura.
Doña Juana dormía sentada, ha dicho la guía, por el temor de que al yacer el gesto del cuerpo llamaría a la muerte: la muerte vendrá y te llevará lejos, Juana, a las cumbres olvidadas que asoman entre los alegres tapices de los muros, la muerte te abandonará en la nieve, Jeanne. Hay un guerrero dormido labrado en la madera del baldaquino, ahora es ella la que vigila su sueño, no atravesarán las moradas primeras, en que solo trata de la hermosura y dignidad de las almas.

Donde duerme una culebra

La buenaventuraMe gusta mucho este cuadro de Caravaggio. Contra el propósito moralizador de la pintura de género, la gitana que roba el anillo al joven petimetre so capa de leerle las líneas de su palma, irradia más intensa aún la inocencia y el arrobo sereno en el suave ademán de manos que enlazan confiadas el calor del embuste franco, es un amoroso contrato de ficción la dulce patrañuela.
He leído en un periódico de hace días el artículo de Fernando Aramburu, «A la caza de los políticos plagiarios», que se refiere a Alemania y algunos casos recientes de deshonra y vergüenza pública, ese dolor cuyo alivio y reparación contempla el código samurái con un piadoso sepuku, envuélvase la daga en papeles de arroz, pues no debemos acabar la vida con las manos ensangrentadas. Los ojos compuestos de Aramburu, su mirada facetada de literóptero, con ocelos multiplicados en la transtierra, observan respecto al sistema de calificación alemán que «se trata, por así decir, de llegar a lo más alto, no de poseer mucho», y creo que este es un esquema de imagen poderoso. «Entre todos lo sabemos todo», leí una vez decir a Alvar, expresión que él había tomado de otro, tal vez Alfonso Reyes, Giner o directamente de la boca de un campesino. La exministra Annette Schavan, que presentó su disertación con solo veinticinco años, alcanzó una cima solitaria olvidando que solo entre todos lo sabemos todo. Tenía veinticinco años, un crimen del joven que ya no eres aunque solo tú lleva ese tú que ya no es más aquel, solo porque él fue tú eres tú ahora. Pobre Urdangarín, se me escapa al verle tan consumido, y de inmediato ardo quemada por los ojillos de basilisco con los que justificadamente me miran mis interlocutores, arrastro una simpatía invencible y perversa por los criminales cazados y carcomidos del arrepentimiento que les estimo. ¿Qué sentirías tú en mi lugar? En tu lugar, ¿si yo fuera tú en tu lugar o si en tu lugar fuera yo siendo tú?, ¿podría yo en tu lugar ser yo siendo tú?, ficciones y embelecos de la compasión tramposa y ladrona de anillos.
Al margen de la compasión, es más irremediable la reminiscencia: «María, dame la asadura, que me la robaste de la sepultura». Quién no se ha distraído jugando hasta el anochecer y tenido que robar luego el hígado de un cadáver reciente en una tumba abierta, cuando atravesaba el cementerio de camino a casa, y cumplir así el recado olvidado. No hay voz más terrible que la de ese muerto en tu vigilia reclamando su víscera: «Estoy en el primer piso», avisa la canción infantil, que te obliga a esperar un piso tras otro, entrar en la casa, en tu cuarto, nunca saldarás la deuda. ¿Qué niña no ha robado una asadura? ¿Qué rey no ha perdido España por unos amores ilícitos? De los romances del último rey godo, mi favorito es el de la penitencia de Rodrigo, Rodrigo finar quería: «Confesar, confesarete, absolverte no podía», es toda la respuesta que recibe del ermitaño a quien Rodrigo suplica confesión. Pero habló el Cielo: «dese pena y haya paz». Y Rodrigo entra en la sepultura abierta contigua a la ermita, donde duerme una culebra, «mirarla espanto ponía: / tres roscas daba la tumba, / siete cabezas tenía». Qué tal te va, rey Rodrigo, con tan fuerte compañía:

«Ya me come, ya me come,
por do más pecado había,
en derecho al corazón,
fuente de mi gran desdicha».

En el romance anónimo suenan finales unas campanas, en cielo y tierra las campanicas tañían, que el alma del penitente por fin el descanso había.
Solo entre todos lo sabemos todo, y es bien poco.

La puerta

Van Gogh (1890), La charrue et la herse (d’après Millet), Ámsterdam, Museo Van Gogh

Tomlinson por casualidad; mejor así:

Tomlinson por
casualidad.

Leyendo como suelo poesía traducida y despojada de su sonoridad original, qué sentido tiene el verso. Sí tiene, hay elección, intención y signo. Un poema que Tomlinson titula Líneas y comienza preguntando si hemos visto un tractor y su camino que «engendra / surcos línea tras línea / hasta llenar la tierra», el poeta dice que lo que le llena de admiración o expectación es un momento en que el tractor ha completado un surco y duda, «otra línea para ser comenzada», dice.
Me habría gustado escribir este poema, he pensado, pues a menudo pienso en la puerta, aunque creo que ha sido mejor encontrarlo,
por
casualidad.

La puerta
Muy poco
se ha dicho
de la puerta, una de
sus caras vuelta hacia el
vertido de la noche y la otra
hacia el brillo y parpadeo del fuego en el hogar.

Aire, aprisionado
por estas cubiertas
dentro del libro de la habitación,
está lleno de las páginas
cambiantes de oscuridad y fuego mientras
el viento se apoya en los paneles, o altera ese quemar.

No solo el rompeolas de
la tormenta, sino la súbita
frontera para nuestra concurrencia, apariciones,
y tan llena del ofrecimiento de espacio
como la vista a través de un crómlech.

Es que las puertas son
a un tiempo marco y monumento
para nuestro tiempo pasado,
y demasiado poco
se ha dicho
de nuestro advenimiento y partida a su través.

(De Escenas Americanas y Otros Poemas (1966), en La insistencia de las cosas. (Antología), Madrid: Visor, 1994; traducción de Carlos Schwart).