La montaña del mundo y los fundamentos del capitalismo, me parece

Visitantes en el Louvre (c. 1880)

El museo del Louvre ocupa más de cuarenta hectáreas y consta de más de sesenta mil metros cuadrados de salas expositivas destinadas a la conservación de objetos representativos de once milenios de civilización y cultura, los cuales suman más de treinta y tres mil piezas distribuidas en siete colecciones diferentes.
Lo asombroso no es la lupa de exageración que prestan esas cifras compendiosas sino el rasgo inconfundiblemente ordinario que el museo comparte con el armario, los supermercados, los bancos y la caja de botones de mi madre: el principio de acumulación. El descomunal cofre de maravillas me ha recordado que tesoro es uno de los sostenes metafóricos del objeto diccionario y uno de sus tipos, el diccionario integral, un desiderátum inalcanzable, menos por la dificultad material de la tarea que por la imprecisión o borrosidad de los límites de esa totalidad. Y que el artefacto diccionario solo es posible gracias a la escritura, que expande la memoria y permite la comunicación dilatada en el espacio y en el tiempo. Aquello que decía el libro de Walter Ong (Oralidad y escritura, [1982], FCE, 1987), de que la escritura otorga a la lengua grafolectal un poder inalcanzable para las variedades orales. Son las asombrosas cifras que exhiben las salas expositivas de los diccionarios de las lenguas con tradiciones literarias, con sus entradas de estratos múltiples repujando el presente con el pasado. Las sociedades orales no acopian ni hacinan formas y significados y viven intensamente una actualidad que sabe desprenderse de recuerdos impertinentes, de todo lo que en el sentido no es presente. El presente lingüístico absoluto de la oralidad fluida y amnésica, tan higiénica, me provoca un momento de profundo pánico. Hay algo específicamente humano en la pasión posesiva y acumulativa, algo irracional que culmina en el racionalismo enciclopedista. Que dice el diccionario que la luz de la razón es el «Conocimiento que tenemos de las cosas por el natural discurso que nos distingue de los animales irracionales» (DRAE, s.v. luz; Academia, te lo suplico, no suprimas los epítetos, sal de nuestra lexicografía, de la vigésima tercera edición).
Los astrónomos sumerios concebían el mundo como una gran montaña que surgía de modo escalonado de un océano infinito, la gloriosa montaña del mundo que, marcada en sus distintos niveles por las órbitas de las esferas celestes reproducidas en las torres de sus templos, sube al cielo (Joseph Cambell, Imagen del mito, Barcelona, Atalanta, 2012, p. 100). En una pausa breve de la montaña del mundo, ayer me encontré con mi amiga Diana en la cafetería del FNAC, cinco o cuatro veces al año quedamos en sitios así, no sé por qué somos amigas pero me gusta que me cuente sus viajes y también que se acuerde de mí. Ella dice mucho «energía» y dice cosas como que la visa es energía que te quitas y le das a otro, que la visa no va nada bien con el fengsuí. Dice que, últimamente, cuando meditaba le salía mucho que tiene que vender una casa que tiene hipotecada, que esa adquisición le roba la energía, y que se puso a meditar en la sala de espera del dentista y de pronto, zas, le llama la de la inmobiliaria. También ha tenido dos viajes astrales, que quiere decir que, estando ella tumbada, su alma ha salido de su cuerpo y ella se ha visto a su cuerpo de ella desde lejos, con unos ojos del alma como los del cuerpo pero en el alma. Que estarías dormida, le digo, o borracha, progreso imparable y enseguida freno en seco, su mirada me avisa del riesgo de quiebra cierta que corre nuestra amistad. Hago un cálculo rápido y tiro de visa. Por el zigurat de las relaciones humanas concebidas como malentendido y el capitalismo de la rara amistad.

Del Reino de Protista

Enero, algas

Los Reyes Algos han dejado un artístico matojo de algas, algo para pensar en algo, un pronombre tan indefinido y corriente, tan gaseoso, contrariado y aburrido. Qué insignificante algo, me he dicho con desdén y también lástima, mírate, no vales ni para el énfasis ni para el arrebato, ni exaltas, ni incendias, fíjate en esos pronombres que queman canciones: «O los fusiles o las cadenas. / O todos o ninguno. O todo o nada», en la canción de Brecht. Y en la arena fría las distinguidas criaturas del Reino de Protista, de regreso del mar absoluto, yacen indiferentes al ardor, decididas algas para algo, a lo mejor algo cansadas. Aún pienso en los nombres de los días de la semana cosidos a aquellos botones de abrigo, las más ricas alhajas de la caja de lata de botones de mi madre, los más grandes, coloridos y labrados. El viernes era el verde, supongo que por su algo de paronimia, y también por la vibración de granitos al tacto, los dedos prestaban una glotis al corazón del botón y así hablaba y decía siempre «viernes». El miércoles, un casquete esférico castaño acuartelado, que el nombre lo dice, y el jueves, amarillo y alabeado, sabía a plátano, quién de todas ellas habría tenido un abrigo con aquellos tropicales botones de plátano. Sábado es blanco y de natas y los domingos brillan como brasas, y es por la i, que es púrpura, que es «sangre, esputo, reír de labios bellos en cóleras terribles o embriagueces sensuales», una vocal tan delgada y un cuchillo tan afilado. Con las gotas de sinestesia que aún corren calientes por mis venas mastico estas algas por algo y algo sabe a sal.

¿Comen gatos los murciélagos?

Oigo a un psicólogo en la radio decir que para ser felices solo necesitamos estar alimentados, que lo demás es diálogo interior, y ese diálogo es la causa de nuestra desdicha, las voces y no el inventario de las miserias, ni la pobreza ni la enfermedad ni la soledad, ni los pequeños contratiempos ni las grandes penalidades. Tras escuchar al psicólogo, mantengo un demorado soliloquio con el hombre que siempre va conmigo, la que habla sola espera hablar a Dios un día, pero lo primero que suena es Rafaella Carrá, que baila con mucha gracia mientras canta aquello de «sin amores, quién se puede consolar / sin amores, esta vida es infernal», así que bajo el volumen. Me pregunto qué significaría entablar un diálogo correcto, el ortólogo íntimo. Que a mí me gusta mucho corregir, alguien decía que los tachones son muescas y huellas del camino que hace la inteligencia, pero aborrezco las coagulaciones nominales de ese verbo: la corrección y lo correcto; en todas las familias hierven grandes odios y lo mismo me pasa a mí en el seno de las familias léxicas. Considero entonces la posibilidad de suprimir todo coloquio intestino y me veo dormitando apacible en un cojín como hacía Tadeo, mi gato viejo, pero es que precisamente el diálogo no me deja dormitar ni casi dormir. También Alicia se acordaba de su gata mientras caía en la madriguera del conejo, ¿comerán murciélagos los gatos?, se preguntaba, y caía y se adormilaba y seguía preguntándose si los gatos comen murciélagos, pero a veces se confundía: ¿comen gatos los murciélagos? Como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas igual daba cuál de las dos se formulara. He oído decir que veo lo que como no es lo mismo que como lo que veo, ni respiro cuando duermo es lo mismo que duermo cuando respiro, o me gusta lo que tengo valga por tengo lo que me gusta, el diálogo interior, una merienda de locos, como en Alicia. Encuentro en una antología vieja de poesía latina este verso de Cecilio: «Vive, pues, como puedas, ya que no eres capaz de vivir como quieres». Los antólogos (Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar) lo titulan Mediocridad. Queridos Reyes Magos: Este año he sido trabajadora, he sido mediocre y de poco mérito y tirando a mala y desgraciada, pero tenéis que recordar que el diálogo es el protogénero discursivo, que todos los otros brotan de él y lo contienen y yo, como siempre, quiero muchos regalos y quiero que vengáis.