El museo del Louvre ocupa más de cuarenta hectáreas y consta de más de sesenta mil metros cuadrados de salas expositivas destinadas a la conservación de objetos representativos de once milenios de civilización y cultura, los cuales suman más de treinta y tres mil piezas distribuidas en siete colecciones diferentes.
Lo asombroso no es la lupa de exageración que prestan esas cifras compendiosas sino el rasgo inconfundiblemente ordinario que el museo comparte con el armario, los supermercados, los bancos y la caja de botones de mi madre: el principio de acumulación. El descomunal cofre de maravillas me ha recordado que tesoro es uno de los sostenes metafóricos del objeto diccionario y uno de sus tipos, el diccionario integral, un desiderátum inalcanzable, menos por la dificultad material de la tarea que por la imprecisión o borrosidad de los límites de esa totalidad. Y que el artefacto diccionario solo es posible gracias a la escritura, que expande la memoria y permite la comunicación dilatada en el espacio y en el tiempo. Aquello que decía el libro de Walter Ong (Oralidad y escritura, [1982], FCE, 1987), de que la escritura otorga a la lengua grafolectal un poder inalcanzable para las variedades orales. Son las asombrosas cifras que exhiben las salas expositivas de los diccionarios de las lenguas con tradiciones literarias, con sus entradas de estratos múltiples repujando el presente con el pasado. Las sociedades orales no acopian ni hacinan formas y significados y viven intensamente una actualidad que sabe desprenderse de recuerdos impertinentes, de todo lo que en el sentido no es presente. El presente lingüístico absoluto de la oralidad fluida y amnésica, tan higiénica, me provoca un momento de profundo pánico. Hay algo específicamente humano en la pasión posesiva y acumulativa, algo irracional que culmina en el racionalismo enciclopedista. Que dice el diccionario que la luz de la razón es el «Conocimiento que tenemos de las cosas por el natural discurso que nos distingue de los animales irracionales» (DRAE, s.v. luz; Academia, te lo suplico, no suprimas los epítetos, sal de nuestra lexicografía, de la vigésima tercera edición).
Los astrónomos sumerios concebían el mundo como una gran montaña que surgía de modo escalonado de un océano infinito, la gloriosa montaña del mundo que, marcada en sus distintos niveles por las órbitas de las esferas celestes reproducidas en las torres de sus templos, sube al cielo (Joseph Cambell, Imagen del mito, Barcelona, Atalanta, 2012, p. 100). En una pausa breve de la montaña del mundo, ayer me encontré con mi amiga Diana en la cafetería del FNAC, cinco o cuatro veces al año quedamos en sitios así, no sé por qué somos amigas pero me gusta que me cuente sus viajes y también que se acuerde de mí. Ella dice mucho «energía» y dice cosas como que la visa es energía que te quitas y le das a otro, que la visa no va nada bien con el fengsuí. Dice que, últimamente, cuando meditaba le salía mucho que tiene que vender una casa que tiene hipotecada, que esa adquisición le roba la energía, y que se puso a meditar en la sala de espera del dentista y de pronto, zas, le llama la de la inmobiliaria. También ha tenido dos viajes astrales, que quiere decir que, estando ella tumbada, su alma ha salido de su cuerpo y ella se ha visto a su cuerpo de ella desde lejos, con unos ojos del alma como los del cuerpo pero en el alma. Que estarías dormida, le digo, o borracha, progreso imparable y enseguida freno en seco, su mirada me avisa del riesgo de quiebra cierta que corre nuestra amistad. Hago un cálculo rápido y tiro de visa. Por el zigurat de las relaciones humanas concebidas como malentendido y el capitalismo de la rara amistad.
Del Reino de Protista
Los Reyes Algos han dejado un artístico matojo de algas, algo para pensar en algo, un pronombre tan indefinido y corriente, tan gaseoso, contrariado y aburrido. Qué insignificante algo, me he dicho con desdén y también lástima, mírate, no vales ni para el énfasis ni para el arrebato, ni exaltas, ni incendias, fíjate en esos pronombres que queman canciones: «O los fusiles o las cadenas. / O todos o ninguno. O todo o nada», en la canción de Brecht. Y en la arena fría las distinguidas criaturas del Reino de Protista, de regreso del mar absoluto, yacen indiferentes al ardor, decididas algas para algo, a lo mejor algo cansadas. Aún pienso en los nombres de los días de la semana cosidos a aquellos botones de abrigo, las más ricas alhajas de la caja de lata de botones de mi madre, los más grandes, coloridos y labrados. El viernes era el verde, supongo que por su algo de paronimia, y también por la vibración de granitos al tacto, los dedos prestaban una glotis al corazón del botón y así hablaba y decía siempre «viernes». El miércoles, un casquete esférico castaño acuartelado, que el nombre lo dice, y el jueves, amarillo y alabeado, sabía a plátano, quién de todas ellas habría tenido un abrigo con aquellos tropicales botones de plátano. Sábado es blanco y de natas y los domingos brillan como brasas, y es por la i, que es púrpura, que es «sangre, esputo, reír de labios bellos en cóleras terribles o embriagueces sensuales», una vocal tan delgada y un cuchillo tan afilado. Con las gotas de sinestesia que aún corren calientes por mis venas mastico estas algas por algo y algo sabe a sal.
¿Comen gatos los murciélagos?
Oigo a un psicólogo en la radio decir que para ser felices solo necesitamos estar alimentados, que lo demás es diálogo interior, y ese diálogo es la causa de nuestra desdicha, las voces y no el inventario de las miserias, ni la pobreza ni la enfermedad ni la soledad, ni los pequeños contratiempos ni las grandes penalidades. Tras escuchar al psicólogo, mantengo un demorado soliloquio con el hombre que siempre va conmigo, la que habla sola espera hablar a Dios un día, pero lo primero que suena es Rafaella Carrá, que baila con mucha gracia mientras canta aquello de «sin amores, quién se puede consolar / sin amores, esta vida es infernal», así que bajo el volumen. Me pregunto qué significaría entablar un diálogo correcto, el ortólogo íntimo. Que a mí me gusta mucho corregir, alguien decía que los tachones son muescas y huellas del camino que hace la inteligencia, pero aborrezco las coagulaciones nominales de ese verbo: la corrección y lo correcto; en todas las familias hierven grandes odios y lo mismo me pasa a mí en el seno de las familias léxicas. Considero entonces la posibilidad de suprimir todo coloquio intestino y me veo dormitando apacible en un cojín como hacía Tadeo, mi gato viejo, pero es que precisamente el diálogo no me deja dormitar ni casi dormir. También Alicia se acordaba de su gata mientras caía en la madriguera del conejo, ¿comerán murciélagos los gatos?, se preguntaba, y caía y se adormilaba y seguía preguntándose si los gatos comen murciélagos, pero a veces se confundía: ¿comen gatos los murciélagos? Como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas igual daba cuál de las dos se formulara. He oído decir que veo lo que como no es lo mismo que como lo que veo, ni respiro cuando duermo es lo mismo que duermo cuando respiro, o me gusta lo que tengo valga por tengo lo que me gusta, el diálogo interior, una merienda de locos, como en Alicia. Encuentro en una antología vieja de poesía latina este verso de Cecilio: «Vive, pues, como puedas, ya que no eres capaz de vivir como quieres». Los antólogos (Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar) lo titulan Mediocridad. Queridos Reyes Magos: Este año he sido trabajadora, he sido mediocre y de poco mérito y tirando a mala y desgraciada, pero tenéis que recordar que el diálogo es el protogénero discursivo, que todos los otros brotan de él y lo contienen y yo, como siempre, quiero muchos regalos y quiero que vengáis.
La soir en la tour
Me gustó letraherido cuando encontré la palabra, creo que en una novela de Vázquez Montalbán, alguien citaba el catalán lletraferit que la otra calca; qué bonito, pensé, y la puse en ese sitio muy mal ventilado donde ocultamos cosas que creemos que nos hacen especiales. Mi adhesión fue intensa pero corta, un desmayo breve del que enseguida me despertó el manoseo, y que esa herida no es mortal. Pues, mira tú por dónde, hoy encuentro su prima occitana en mofa popular de los vanos y engreídos petimetres:
«Mi lengua vulgar perigordina llama de manera muy graciosa letro-ferits a esos sabihondos, como si dijéramos letraheridos, a quienes las letras han dado un martillazo, como se suele decir» («La pedantería», Los ensayos, I, XXIV, Acantilado, 2007).
Se pregunta Montaigne por el mal nombre que maestros y escolares arrastran, por qué hacen de bufones en las comedias italianas esos que llamaremos pedantes y que solían ser pedagogos. Con su nunca inoportuno alarde de ilustración (tentada estoy de poner unas comillas, monsieur de Montaigne), Montaigne recuerda que ya Plutarco advierte que griego y escolar son reproche y desprecio entre los romanos, que erudición no es sabiduría, y que nuestros pedantes se dedican a rapiñar la ciencia en los textos y a reproducir lo que dijo uno y otro y ventearlo, labores que un loro desempeñaría igual de bien, y entonces se detiene sobresaltado: «Es asombroso cuán propiamente la necedad se alberga en mí. ¿No es esto mismo lo que hago yo en la mayor parte de la composición?». El señor de Montaigne, que se pide una tanda de azotes, pero insiste y se obstina: que no le vale armarse contra el temor a la muerte en Séneca ni tomar consuelo prestado de Cicerón, que lo habría extraído de sí mismo si le hubiesen ejercitado en hacerlo, «No me gusta esta capacidad relativa y mendigada».
Pues si a mi señor de Montaigne no le gusta pedir, juzgue vos mismo si no será mejor suplicar que robar; y si la virtud es acción y no la palabra, como luego asevera, mi señor va haciendo gala de una actividad meditabunda y dialéctica nada lacedemonia y perfectamente ateniense. Entretenida y contenta con mis humos iba yo cuando él, que no se conforma con cualquier respuesta, ha recalado en la sociología contemporánea para precisar agudamente que de ordinario solo se implica en el estudio la «gente de baja fortuna, que busca en él un medio de vida. Y las almas de esta gente son por naturaleza, y por formación familiar y ejemplo, de la más baja aleación; de ahí que representen falsamente el fruto de la ciencia».
Muda me deja y atufada con mi humera y mis metales, asunto este que nunca ha perdido actualidad, o los concede Dios o lo rifa Mendel repartiendo lo suyo en las cunas y brezos del darwinismo social, el neodarwinismo y el antineodarwinismo, que no es igual que neoantidarwinismo, estotro no es ciencia. Don Pedro, nuestro pedagogo de almas de la más baja aleación, nos enseñó unos versitos de León Felipe interpretados por la nieve altanera que cubre el monte de armiño y el agua humilde que trabaja en la presa del molino. Y qué pasa luego, reclamábamos; pues que siempre habrá un sol justiciero que trueca en llanto la nieve y en nube el agua del río. Qué es el sol, preguntaba don Pedro, nuestras almas de baja aleación en suspenso; se respondía enseguida: la revolución. Así me veo de rencorosa y doliente, a dos pasos de explicarle a Montaigne sobre la guillotina, pero recapacito. Aristócrata, le espeto, insolente aunque contrita, las letras no hieren casi, no degüellan, en las letras pedantes vive él milagrosamente, misteriosamente desnudo, gigante y discursivo.
La persecución placentera
El contestador automático del frenopático del chiste le indica a usted que si es obsesivo-compulsivo pulse repetidamente el número uno; si sufre de alucinaciones, pulse el dos en el teléfono gigante de colores que usted y solo usted ve a su derecha, y que si está deprimido cuelgue, porque nada va a sacarle de su calamitosa situación. Así que cuelgo y cojo Los invitados de la princesa (Madrid: Espasa-Calpe, 2012), de Savater me gustan hasta los puros, percibo algo turbada. Fan viene de fanática y acérrima de acre, mira que la lengua avisa, devota sin reclinatorio y grupi sin rocanrol, creo que comprendo. El viernes es la jornada de la filosofía en el congreso de Santa Clara y se ve por algún rincón a Shoemaker, «ese divulgador que se ha hecho millonario escribiendo prontuarios de ética para adolescentes. Dicen que es bígamo y adicto a varias drogas duras» (p. 185). «Viéndole, me extrañaría otra cosa», confirma Mendia, nuestro personaje conductor, un protagonista algo insustancial al que el autor trata con cariñosa atención: Mendia, cacho capullo, que es tu autor.
Dice el señor de Mendia o Montaigne observar la práctica de llevar a sus interlocutores a hablar de aquello que mejor saben, como en los versos de Propercio: «Baste al marinero hablar de vientos, al labrador de bueyes, y que el guerrero cuente sus heridas, y que el pastor cuente sus rebaños» (Ensayos, libro I, cap. XVI). En otras palabras, Schuhmacher, remienda tus zapatos y no imites a Periandro, que, según Arquidamo le reprocha, renunciaba a la gloria de buen médico para granjearse la de mal poeta: por ese camino nunca logras nada valioso, considera el señor de Mendia. Y una, que lee a Montaigne vestida de Marie de Gournay de los pies a la cabeza, se ha escandalizado: Monsieur Michel, no me esperaba esto de vos, demándese mejor vuesa merced de la causa de la veleidad, pues que tan común es, y lléguese a la tierra oscura en la que palpita honda la humana inconsistencia, el sitio del aleteo de la vida pujante, polimorfa y leve, lacerada de túnicas y máscaras y sofocantes capuchones. Eso mismo he replicado escocida, no sé muy bien qué quería yo decir, sería algo importante para mí y me he quedado más contenta.
«Purasangre», el cuento del jueves, trata de caballos y amores ridículos: «Nadie se enamora cuando quiere ni de quien quiere», qué fatalidad. En el final inesperado Rafael apuesta por Zarina, su yegua favorita, su pasión, no contra todo pronóstico pero sí contra el oráculo de retrete. Y gana. Contagioso Savater, tu alegría es la victoria. Además, creo que el señor Michel ha vuelto al camino: «…en todos los placeres que conocemos la misma persecución es placentera» (Ensayos, I, XIX, «Que filosofar es aprender a morir»).
Virgen de los Buenos Libros
Nunca he sido de la Virgen, en México las mujeres somos más del Jesusito y los hombres de la Guadalupita, la fe y el sexo, el sexo y el Más Allá. Pero con la Virgen de los Buenos Libros puedo hacer una excepción, nada particular, me agrada la advocación y me hechiza su calle de Sevilla. Dirección prohibida, ¿vivirán aquí los gitanos que se llevaron al niño de cinco años que jugaba en unos columpios de Bilbao ante la mirada atenta, enseguida atónita, de los cuatro educadores del piso de acogida en el que vivía últimamente? Lo que importa no es leer sino leer buenos libros, he oído y leído alguna vez, incluso con algún aureolado nombre propio autorizando el consejo, a lo mejor una consideración tal necesita acreditarse, aun si fue donoso el escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo. La larga parentela de raptores de verde luna venía de una boda, con galas y cuchillos, «En la mitad del barranco/ las navajas de Albacete,/ bellas de sangre contraria,/ relucen como los peces»; tras la reyerta el niño partió con los suyos. Porque en México las mujeres somos más de leer cualquier cosa, los gitanos sabemos muy bien de quién son los niños y los libros queremos que nos gusten.
La gallarda averiguación de la novela norteamericana que publica Eduardo Lago en un Babelia de estos días menciona La broma infinita (1996) como una novela que «dirige su mirada resueltamente hacia el futuro». Leí con placer deslumbrado los ensayos de Hablemos de langostas ([2005], Mondadori, 2007) y luego leí La broma con entrega y enorme esfuerzo, admirando el arrojo del autor asimismo y su talento, demandándome también por qué el autor Foster Wallace calificaba de «grandes machos narcisistas» a otros autores norteamericanos, narcisismo eres tú, interrogándome acerca de la razón por la que Lago no menciona a Richard Ford, descubriendo de nuevo pesarosa cuánto me disgusta que los buenos libros no me miren. Que los busco y tiro de las faldas de sus camisas, y por eso tomo ahora este tomo del señor de Montaigne reverente, expectante y circunspecta. «Me pinto a mí mismo», empieza; del todo entero y del todo desnudo, habría querido hacerlo, dice, con la dulce libertad en la que algunos pueblos aún viven bajo las primeras leyes de la naturaleza («Al lector»). Da así orgulloso principio a la comedia del que desdeña a quien apela, el señor de Montaigne declara que su finalidad es doméstica y privada, solo la familia, dicen los gitanos, pues es privadamente que desea ser hallado solo por sus allegados, dice públicamente; que, mirando al futuro que mira Foster Wallace, una vez perdido, ellos puedan encontrarle donde habita el olvido, en los vastos jardines sin aurora, entre las llaves, gafas, promesas, deseos, luces encendidas y baterías descargadas. Concluye la nota para el lector payo: «No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria», y «soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto tan frívolo y tan vano. Adiós, pues».
Que se despide de mí, leo boquiabierta, con un nudo en la garganta hecho de toda su desatenta atención, nada más que un instante, pues aquí me quedo, prendada de la astucia y seducida, dispuesta, alerta, curiosa, complacida de compartir la discreción y su capricho, «No hay asunto tan vano que no merezca un sitio en esta rapsodia», leo cautiva. El gitano con la verdad engaña, decía mi padre.
Mi hermana no escribe poemas
Esta pintura se conoce como Marta amonestando a María y también Dos mujeres con un espejo y Dos mujeres disputando por un espejo. La tradición ha identificado las escena con el momento en que la mayor de las hermanas de Lázaro reprende a la otra por haber abandonado su tarea para escuchar al Señor, a sus pies sentada y de todo afán olvidada. Marta, modesta y laboriosa, tiene que cargar con el quehacer y la fatiga, con el pesar y la dureza de la vida. De la pequeña María son las parábolas y los ungüentos, de ella es también la fatal atracción del espejo. Con el espejo de la Vanidad en la mano, con su amplio escote colmado de blanca luz caravaggiesca y de pecados, es María de Betania y María Magdalena.
Hay un poema de Szymborska que empieza «Mi hermana no escribe poemas», un poema de amor a la prosa y al género literario de las postales de las vacaciones. Contemplando hipnotizada un escaparate lleno de adornos de Navidad he recordado a Marta en las navidades de los años que vivimos en Waterwheels. A Marta, que le tocó ser Marta sin saber remediarlo, Marta mansa, Marta devota y fiel, Marta o Miren, la que adereza y atavía juiciosa y aplicada la crudeza de los días. Cuando Marta o Miren y la pequeña María vivían en Waterwheels y llegaba la Navidad, Marta o Miren hacía un belén con cartulina, papeles de plata y guatés, para María. Marta, que también es aún una niña, coge en la calle de la mano a María, ¿tú eres feliz?, le preguntó una vez. Creo que dije que sí. Marta, con la noche hace un pesebre. O magnum mysterium et admirabile sacramentum, ut animalia viderent Dominum natum jacentem in praesepio. Marta, dedicada y humilde la labor y la entrega. María, la adoración. Negra era, de noche y cartulina. Miren, mi estrella.
La usina jovial
Ayer fue la fiesta del pastelillo en el laburo, O magnum mysterium et admirabile sacramentum, cada año me gusta más. Pastelillos de presente y hojaldres de camaradería, afecto, alegres flores de rencor en copitas de maledicencia espumosa, afinidades, casi ningún corcho chocó con el techo o con un ojo. Hemos pasado tantos miles de horas en el laburo que las paredes se enrollan alrededor de nuestros cuerpos, las paredes de horas dextrógiras guardan nuestros organismos dóciles y blandos, a las veces los resguardan o custodian, a las veces los arrestan y aprisionan.
Continuamente hacen obras en la concha del edificio del laburo, siempre encuentras un hombre vestido con un buzo subido a una escalera en un rincón, un buzo con hombre sumido en el filo dentado de la sierra en una esquina, mazos golpeando en los bordes del ostracón. Mientras nos obsequiábamos con la zambra del pastelillo, algunos operarios abrían y cosían las carnes de los cielorrasos y cambiaban el alumbrado. Mañana nuestras viejas conchas nacaradas, gastadas e incluso interiormente carcomidas van a despertar y encenderse al sentirnos asomar, abrir puertas, pasar, esas noches que dormitamos en los garitos más allá del silbato, haciendo tiempo para no pisar aún la calle, estirando unos folios para no regresar.
Sí, ya te he visto, y siempre con una copa en la mano, dice Jesús del Arco; está triste pero no solloza. Conchi, sí: hasta de las escobillas de los váteres tengo que ocuparme, dice Conchi. La eficacia, que se paga con más trabajo, observa María Jesús, Ora et labora y Pregúntale a Conchi son nuestras divisas. Analía aprovecha para gritar eslóganes de corte femenino, es que las tías. No me trabas, Analía: Os voy a decir una cosa que os va a encantar, menuda coz la procuración de flamenco sin valones y menudo engendro de comisión de igualdad sin varones. Soslayan, me perdonan, el grupo aprovecha para comenzar a disputar acerca del interés sexual que nuestros colegas despiertan en nosotras, nuestros colegas masculinos se disipan y acabaremos riñendo por el candidato óptimo a la copa antilujuria. Preguntada la Niña, que se ha acercado a ofrecer más pastelillos, había nombrado rotunda a Peter Carlosen, yo estoy con ella, ebriedad no es sinceridad, pero el rechazo es general, que sí, que el cuerpo, pero también unas palabritas de después, si ya sabía yo que esos camiones son un farol. Le dicen gris y Carlosen no es gris, es rubio, no sé qué quieren decir, excepto que la lujuria es de colores. Bebí vino amarillo, rojo, verde, rosa, con burbujas y agujas, áspero como un felpudo y suave como las plumas, bebí en cuencos de barro, en vidrios delicados, en vasos de papel y habría querido beber en la palma de su mano. No me caí al suelo, no lloré, no puedo estar más satisfecha de mi desempeño en las fiestas.
Algunos aspectos de la vida en Chicago
«Un tercer tigre buscamos».
Recuerdo que un personaje de Lorrie Moore recuerda que uno de los problemas de los habitantes de Chicago es que nunca se encuentran solos al mismo tiempo. La soledad los sorprende en solitario y los lanza a los rincones de sus casas vacías, los zarandea y postra y los abandona por esas esquinas, desconectados y solos. Para que la soledad te coja acompañada acudes a uno de esos convites en los que algunos vecinos de la ciudad del viento masticamos algunos peces y algunas plantas, bebemos algunas bebidas alcohólicas, decimos algunas frases sin gravedad ni sustancia, oímos la música del conjunto musical que ha venido al restaurante para conectar mejor el apartamiento de los pobladores de Illinois: «On a dark desert highway, cool wind in my hair». Aquí tampoco es, me digo, pero procuro fijarme en el grato concilio que sorbe, ríe y vocea para que la soledad perciba que nos descubre flanqueados y contiguos. Y otro día más que simulo trabajar en este cuarto de Chicago tan deshabitado, repaso de nuevo Hotel California, such a lovely place, el albergue que no abandonarás. Mientras finjo una labor, en algún lugar de mi sorprendida soledad pierdo un libro que no tengo. «Pienso en un tigre». Registro y rastreo frenética y por fin descubro un manojo de fotocopias desvaídas que corresponden al título, nunca he poseído el libro que busco, comprendo, la biblioteca a veces se deshace en penumbra de hojas mostrencas. Borges se aleja por el Ganges, la bestia «fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo» dormita sin luz en las márgenes del río de los símbolos, el viento ulula helado desde el Michigan.
Las manos, lo invisible
¿Cuántos poetas hay en España?, le preguntaron hace décadas al poeta García Nieto. Quinientos, decía García Nieto. ¿Cuántos buenos? Cincuenta, según mi parecer. ¿Y cuántos lectores? Los mismos quinientos, los poetas que nos leemos los unos a los otros.
La pequeña tribu transparente de lectores de poesía, imagínatelos con sus cuerpos transparentes pintados de alheña, sangre, carbones y barro cristalino, camuflaje o contraseña de los que se espían en la sección de poesía decreciente de las recónditas librerías menguantes. Qué se debe de esto, musitan al pasar por caja, y esto podría ser Mano invisible de Adam Zagajewski (trad. de Xavier Farré, Barcelona: Acantilado, 2012), cuyos poemas hablan a menudo de la poesía. Hay varios autorretratos conscientes, titulados así: Autorretrato en el avión, Autorretrato en un pequeño museo, Pequeño autorretrato (junio), y está el Autorretrato a secas de la página noventa y uno, que empieza «Cada vez más viejo. Ropa gastada. Lee mucho, a veces / se pierde / en los libros como un indio en una jungla impenetrable. / Se repite, / todo se repite […]». Es el que más me gusta, primero en tercera persona, luego en primera, pero solo después llega el yo, el célebre yo: «Pero precisamente soy yo, yo todo el tiempo, indefinido, siempre / buscando, siempre yo […]». Solo termina cuando «finalmente / llega / la claridad, y de repente lo sé todo, sé que ella no es yo».
La claridad y el oscuro yo. Los dibujos de Schiele que vi el martes, casi todos retratos y muchos autorretratos rebosan teatralidad y gestos dirigidos al otro lado de la tela: me miras, dime qué ves, dime quién soy en el papel de embalaje, dime siquiera quién eres tú.
Schiele pinta unas manos desmesuradas, tensas, dolorosas. Cuando llegó a ser un poco viejo mi padre se miraba las manos a veces, yo le miraba mirarlas sin que se diera cuenta y también miré mucho a mi hijo cuando empezaba a ver y levantaba las manitas y las movía ante sí como hacen todas las crianças de peito cuando empiezan a verse y a saberse, y me acordaba de mi padre viéndose perderse y hacerse transparente como un lector de poesía. Las manos de Klimt vuelan buscando unos peces que hay en el aire, y en la pintura del violoncelista solo las manos significan el instrumento que se define como ausencia, la muchacha desnuda calla con un gesto de la mano y con la mano oscura tienta el aire y en el aire se sienta.