Torre y sepia

He llegado a las ocho, justo cuando abrían la puerta de la cafetería. Me he sentado en uno de los sofás y me he puesto a hojear un National Geographic de una pila de ejemplares encuadernados y pintados de blanco. Luego he reparado en que eran solo adornos y yo he estado comiendo las flores de papel del plato en el restaurante. He dado una vuelta por los claustros y he salido a fumar a la puerta, estaba amaneciendo. Una mañana fría y cenicienta, otro día de nervios. Me he puesto a mirar la torre, es tan bonita, alta, reluciente, con seis bujías rojas avisando a los aviones. Uno de los lados se perdía borroso entre la niebla, como si el gran objeto de acero y vidrios saliera por un costado del cielo. Hermético y refulgente. Desde mi rincón, esperando a que empezara la larga jornada, he contestado a los guiños de la cumbre como una sepia de librea gris de ansiedad, una víscera apretada y opaca. Los cefalópodos comunican estados internos, lo leí en el libro de Hart. A la pregunta de si ellos se transmiten algo más que su disposición sexual, Hart respondía que tal vez esos modelos cromáticos de lunares y rayas de cebra en los que emplean el cuerpo entero actúan como si fueran nombres y verbos. Querría enterrarme en silencio. He fantaseado acordándome del asram del silencio en el que estuvo Ana. La gente no lo aguanta y se marcha, la americana se largó al segundo día después de haber hecho el viaje hasta Bélgica, dijo Ana.

Luego ha llegado todo y han pasado las horas, no hay plazo que no se cumpla: envido, ha dicho increíblemente audible mi personaje. Y veinte más, habría añadido como cualquier extraña llena de sonora razón, no yo. Las despedidas, el regreso. Llovía y la ciudad estaba húmeda, abarrotada y negra. Animal sin aliento, camino ya sin esa carga pero no lo siento. En el cuaderno había apuntado «Dendrocronología», lo he leído en un cartel y le he dedicado la hoja entera. El tiempo en los árboles, la gramática en los calamares, la luz en las torres. También he escrito «Rae Armantrout: La metáfora es el sacrificio ritual».

 

Tristán de Acuña

TRISTAN DA CUNHA

Caminando por las cuestas de Tristán de Acuña he acertado con los barcos que la maleza ha encontrado. Varados en la incertidumbre, huelen a las penas de la patria de ballenas de olas de plata y azul.

Lost
Stand still. The trees ahead and bushes beside you
Are not lost. Wherever you are is called Here,
And you must treat it as a powerful stranger,
Must ask permission to know it and be known.
The forest breathes. Listen. It answers,
I have made this place around you,
If you leave it, you may come back again, saying Here.
No two trees are the same to Raven.
No two branches are the same to Wren.
If what a tree or a bush does it lost on you,
You are surely lost. Stand still. The forest knows
Where you are. You must let it find you.
David Wagoner

Una noche de pizarra, un fulgor de tiza

TacitaDean, Sea inventory

Esta tarde perdida de mar a mar agarrada a la única cuerda. No se dice cuerda, se dice cabo, ha precisado Conchi. Estuvieron en lo de Tacita Dean y yo veré la exposición más tarde. Otro día de invierno me encontraré con su búsqueda, que me ha hecho pensar en Sebald. La escritura entre las olas de esquistos, la goleta en una botella, la travesía de la mujer polizón que embarcó en un puerto de Australia en el Herzoguin Cecile y unos meses de 1928 más tarde llegó a Falmouth, la persecución indefinida. De un modo que no es importante y tampoco recuerdo, el naufragio del Herzogin lleva a Dean a Donald Crowhurst, un competidor solitario en la regata de 1968 alrededor del planeta. Crowhurst, que necesitaba el premio para salvar a su familia de la ruina, sucumbe y lo oculta, comienza a hacer trampas, deja de ser héroe nacional y se convierte en villano suicida. Por Crowhurst va Tacita a las Caimán donde halla la fantasmal Casa Burbuja, un extraño huevo que otro estafador ideó, y de ahí salen también las tizas de los Cuarentas Rugientes, esa región de grandes vendavales entre la latitud cuarenta y la cincuenta. «Cuatro veces nos ha faltado el arpeo esta noche. Brincaba eso como las burras salvajes», decía un marinero en el bar. Porque no se dice la mar, se dice Eso. En medio de Eso que brama, a un lado el África y al otro América, está Tristán de Acuña. Por qué está ahí, eso no lo sé. Por qué sigue ahí su corta población, que una vez fue evacuada al Reino Unido, y que cuando, más menguada aún y enferma, regresó a su confín solo encontró entre las costras de lava a los perros salvajes que habían sobrevivido comiéndose a las ovejas. El temporal no dejó pisar la tierra al explorador portugués que avistó el archipiélago el primero y lo bautizó con su nombre. Acuña navegaba camino de Socotora, pero yo no he querido ya seguirle a Socotora, la Dioscórides del Mar eritreo, he preferido quedarme en medio de Eso, en los islotes deshabitados que llaman Inaccessible y Nightingale. Allí está el pájaro que no nació para la muerte, «el mismo que hechizara a menudo los mágicos / ventanales, abiertos sobre espumas de mares / azarosos, en tierras de hadas y de olvido».

En la noche de la pizarra casi no se aprecian las huellas que he ido dejando sin urgencia ni percance, desasida de la lógica de los propósitos, sujeta solo por los peciolos de la contigüidad, y por la pasión de desertar y el acaecimiento de lo incontenible. La metonimia es la sintaxis del anhelo y la isla del ruiseñor en el oscuro mar, el largo mar.

Albania

La experiencia de La experiencia dramática. He leído la novela de Chejfec (Candaya, 2013) en tres ratos largos como tres siestas y no quiero escribir de ella, solo seguir en ella más tiempo estirando los entre ensueños, dormitar y no regresar de la lectora fetal. No ducharme, quedarme envuelta en el pijama de restos de sueño paradójico, alojada en el monólogo de Félix mediado por la voz narradora, en las señales de lo patente y lo clandestino del paseo de Félix y Rose, en la conciencia de Félix analizando a Rose. Ella no siempre tiene ganas de hacer el esfuerzo de descubrir lo bello en lo estropeado, dice en ese momento hacia el final: a veces no quiere «descubrir lo sugestivo en la devastación y el abandono». Lo que ella quisiera esas veces es hallarse en los lugares en los que la belleza habla y dejarse invadir por su elocuencia, ella «a veces se siente cansada de prestar atención a los detalles». Pierdo el hilo continuamente embebida en las líneas cálidas y los arrullos divagatorios, entre breves estallidos de despertares sonámbulos de muertos y olvidados, entre los pormenores de la fermentación de los estanques. Cuando te fijas aprecias que son ranas y tritones, que hay vida en los verdines, pero hay que hacer el esfuerzo. Rose teme la orfandad y el peligro, teme que se apague el parpadeo en el mapa de Google por el que se desplazan y que solo Félix invoca. El fin de la representación y la interrupción de la línea. La línea no existe en el mundo observable a no ser por el afán de conectar el principio con su acabamiento, a no ser por la acumulación de puntos o pulsaciones y latidos en las encrucijadas.
Me despierto en Albania, sabemos tan poco de Albania.

Escasas plumas de loro azul

pajarospergolerosplumaLa leyenda de la foto de National Geographic dice que el pájaro pergolero se ha embadurnado el pico con la papilla vegetal que él mismo prepara para pintar el interior de la pérgola que acaba de levantar en un bosque lluvioso de Queensland, Australia. Él, que es un hermoso animal de ojos violetas y plumaje satinado, tal vez se siente poca cosa y desgraciado al lado de las aves del paraíso, sus familiares. Si es este sentimiento síntoma del amor o el amor impulso por sí solo suficiente para que el pájaro se lance a edificar su espacio literario completo, la glorieta en la que se desplegará ante ellas, él la danza y él el canto, eso no lo sabemos. El pergolero barre el suelo y despeja de ramas los árboles cercanos para que el sol llegue mejor a su plaza retórica. Con las hojas vueltas por el pálido envés y algunos rayos de paja tiende una alfombra de luz en medio del bosque. Unos tejen enramadas alredor de un arbolito como mástil de mayo, otros construyen bóvedas con almiares, y todos cubren el escenario de musgo y adornos, conchas de caracol, botones, pinzas de plástico y tapones. De entre los objetos bellos son las alas irisadas de las cigarras y las plumas de loro azules las primeras, las más raras y codiciadas. Se da el caso de los saqueadores de glorietas de otros pájaros pergoleros, y que pudiera precisar más trabajo y habilidad la salvaguarda del edificio que su obra.
El librito de Hart de donde tomo estas fascinadas notas avisa de que los pergoleros que pierden objetos azules atraen menos parejas. Que el zoólogo Borgia colocó deliberadamente plumas numeradas en aquellos nidos australianos y vio luego lo que ya suponía: las plumas habían ido a parar a los lugares de los pergoleros de más éxito, ladronzuelos seductores, grandes amantes. Los tilonorrincos bruñidos más viejos y diestros pueden aparearse con más de treinta y tres hembras en la estación. En cambio, cada pájara ama solo una vez en verano y anida en el árbol donde incuba solitaria.
Así pues, cuando he encontrado el poema de Walcott, el hermoso poeta de plumas relucientes y ojos zarcos, he sentido que nunca de un poema me había nacido tan dudosa y turbia confusión de entusiasmo y repulsa, ni tan intensos ambos. Un poema para la curación y la cordura, para la paz del alma y para la amable calma, un odioso poema para las plazuelas tristes sin luces amarillas ni plumas azules.

Love after love
The time will come
when, with elation,
you will greet yourself arriving
at your own door, in your own mirror
and each will smile at the other’s welcome,
and say, sit here. Eat.
You will love again the stranger who was your self.
Give wine. Give bread, Give back your heart
to itself, to the stranger who has loved you
all your life, whom you ignored
for another, who knows you by heart.
Take down the love letters from the bookself,
the photographs, the desperate notes,
peel your own image from the mirror.
Sit. Feast on your life.
derek-walcott

El swing. («Ama tu ritmo»)

Las diez de la mañana, tan nublada y fría y casi vacía la playa menos por un bulto oscuro en la arena. Al acercarme veo que es un crío arrodillado, encapuchado y recogido sobre el agujero, las colinas y las cárcavas con los cofres y el sarcófago, las urnas funerarias, las espadas y las monedas de oro. Los ignora, él solo busca los imanes. Está cavando el camino geodésico entre la playa y el centro de la Tierra. Industrioso, concentrado, experto, la lluvia no turba sus labores de excavación y la marea trota aún lejos. Cerca de la boca de la ría vigila una banda de gaviotas desplegadas como una empalizada, guardando esa zona de la orilla y escoltando al arquéologo e ingeniero. Cuando vuelvo de la caminata él sigue allí, condensado y rítmico. Quiero tener una foto pero al regresar de casa con la cámara todo ha cambiado. Ha llegado una excusión de surfistas, las gaviotas se han ido y el ángel de Agustín ha desaparecido de la playa de Hippona. Notas para el álbum de las fotos no tomadas, que acompañan a los deseos malogrados y la vana pretensión de fijar el vocabulario de las mañanas lóbregas de noviembre. Déjalas ir. Cerca del portal me cruzo con un hombre que lleva a una niña de la mano. Ella cojea, él va silbando. Como reconozco la melodía creo por un momento que son mis propios insectos zumbando ensimismados y me paro a escuchar mejor. No puede ser pero sí es, es Ella.

It don’t mean a thing, if it ain’t got that swing.
It don’t mean a thing, all you got to do is sing.
It makes no difference if it’s sweet or hot.
Just give that rhythm everything you’ve got.

El canto elemental

subcantoEn la esquina de una página de mi libro de pájaros, en un bocadillo disimulado para las curiosidades, aguardaba el inesperado apunte sobre el subcanto, modalidad enmarañada y suave, audible solo a muy corta distancia. Que es en el reyezuelo una interpretación muy diferente, en cambio el mirlo entona para sí una versión completa de sus melodías, «como si soñase despierto», dice mi libro. «Una puntual emoción me ha alcanzado», diría yo como el narrador de La experiencia dramática (Sergio Chejfec, Candaya, 2013) cuenta que le sucede a Félix al oír hablar de la luz ribereña que impregna el aire de las calles por las que caminan, yo con ellos y a mí como a él. Una puntual emoción difícil de definir, al leer de Félix y al leer de esta música intempestiva, tan ajena a las funciones identificables del canto como a la estación que lo viste. He buscado en otros sitios, he buscado el librito de Stephen Hart, que tal vez ya leí sin interés. Canto elemental se llama asimismo, uno apagado o esquemático y deslucido, un canto de suelos, me digo y no sé por qué pienso en animales que beben de las bañeras viejas que recogen lluvia en las campas. Me he levantado por las Odas elementales pero no encuentro mi Losada, renegrido como los Losadas que aún me quedan, labradores y mulatos que destacan como si ellos vivieran en los arenales de las baldas mientras los demás libros se conservan entre sombras frescas. Mejor así, así puedo seguir creyendo que el Losada con la oda al caldillo de congrio y al pájaro Sofré conserva los secretos, así no tropezaré en los señuelos, los silbidos de alerta y los gritos de batallas.

El canto elemental se derrama en los caminos del invierno y en las tierras de paso. No reclama ni amenaza, no espanta, no alimenta ni liga a los individuos en los altos de las rutas del cielo. Es una forma apagada del canto y una reviviscencia del canto de aprendizaje, la lejana estructura del canto original y mancebo. Por qué un adulto había de regresar al soliloquio adolescente, a las salmodias y retahílas, a las torpes melopeas y a las baladas desmañadas. Visitar al pájaro juvenil, a los elementos desnudos del canto, a la fealdad, a la soledad de la laringe de aire entre las cañas que sueñan, donde se empoza en los sonidos fundamentales para bañarse la vida.

La pardela y el zapato

Pardela selloLa pardela pichoneta o lechuzón mocho chico, que habita en riscos e islotes frente al litoral, solo visita su nido de noche. Vuela largas distancias rozando el agua con las puntas de las alas, descansando en el mar en bandos muy nutridos, formando anchas balsas. Cuando regresaba de noche a mi nido me he pasado de estación y he tenido que volver atrás, es la segunda vez en una semana. Acaso estoy cambiando de estilo en materia de actos fallidos. Mi ser subterráneo, cansado de la monotonía de los paraguas y los bolsos olvidados, ha emprendido nuevas formas de expresión más ambiciosas y arriesgadas. He vuelto sin los pijamas pero he comprado libros. La guía de pájaros costaba sesenta euros; me he dado cuenta al pagar, qué disgusto de impulso del último momento. Es un libro aparatoso y pesado, detallado y majareta, que empieza advirtiendo que un pájaro a la luz no es el mismo pájaro que el mismo pájaro a la sombra, así es como me ha conquistado. Por él he sabido que la pardela pichoneta es silenciosa en el mar pero muy ruidosa en la colonia, la pardela «crea coros singulares y enajenados durante la noche en las madrigueras, donde se reproduce», así habla mi libro.
«¿Nunca sigues tu instinto?», le reprocha el policía mejicano a Sonya, que es una tarada y también una trabajadora puntillosa y sistemática. La fantasía del instinto, un héroe melodramáticamente traicionado, cuyo temperamento me empuja a sembrar la ciudad de paraguas y gabardinas, y por cuya memoria desprecio la parada de metro que el destino me tiene asignada. Quién fuera pardela para reposar largamente en las almadías de aves que el viento del Mar del Norte mece con solo leve estremecimiento.
«La hipótesis de esta investigación es que el ser humano actúa movido por un estricto programa instintivo», comienza el cuento de César Aira: «El hornero», uno de esos pajarillos con honrado nombre de oficio, no uno marinero y pirata como la pardela. El hornero, con la camita de barro y plumas destrozada por el aguacero, está contemplando a los humanos de la casa del jardín cuya asombrosa vida instintiva envidia. En cambio él, se dice, ha sido condenado a existir permanentemente quejoso, dubitativo y consumido por penosas deliberaciones. Hay un cuento de Chuang-Tzu, le explico al hornero, sobre los zapatos y un dibujante que se llamaba Ch’ui. Ch’ui el dibujante no necesita compás para hacer los más hermosos círculos. Los dedos de Ch’ui traen las formas desde la nada con despreocupación, sin traba ni tercero, cuando él se abandona a la tarea. El cuento de Chuang-Tzu aconseja luego que te deshagas del zapato que aprieta tu pie porque el corazón no quiere ser ceñido.

Easy is right. Begin right
And you are easy.
Continue easy and you are right.
The right way to go easy
Is to forget the right way
And forget that the going is easy.